En nuestro primer Editorial (Editorial 1 | ¿Qué es “ForHum Christi”? ¿Cuál es nuestro Propósito?) precisamos con claridad nuestro carácter independiente, nuestra orientación al estudio, pensamiento, opinión y divulgación de contenidos, así como a la realización de actividades educativas tendientes a una adecuada Formación de la Persona y de Criterio.
En este sentido, procuramos ofrecer contenidos relevantes –sea de estudio o de actualidad– que aporten valor al pensamiento y a las personas. Y los abordamos con sobriedad, agudeza, originalidad y profundidad, ya sea por escrito o mediante formatos comunicacionales con énfasis instruccionales y pedagógicos como "podcasts", videos, cursos, charlas, conferencias, foros, debates, libros, etc.
Nuestro propósito no sólo es informativo, sino formativo y propositivo. Y ello incluye el ámbito de la fe y la valoración de diversas formas de creencias, de la coherencia y consistencia de sus contenidos, de las maneras en las que éstas son asumidas y en las que las personas las expresan de cara a un auténtico equilibrio racional y emocional.
Por estas razones, aquello de lo que hablamos y sobre lo que opinamos, sobre lo que hacemos una valoración o aportamos algún criterio, no puede ser cualquier cosa ni tratado de manera superficial o emotiva. De ahí el título de este Editorial: “Sin altisonancias”, y las citas que hemos incluido para sustentar nuestro punto de vista y para proponer el tono con el que todas estas realidades pueden y han de ser abordadas y tratadas.
En esto –como en todo– queremos ser muy claros: no somos tibios ni gustamos de las medianías, pero como nuestra labor consiste en aportar y en ayudar a formar criterio, procuramos manifestar nuestra opinión con equilibrio y con mesura.
La vehemencia, la convicción y la firmeza no tienen por qué ser un pretexto para vociferar ni para levantar la voz con acritud ni con una exaltación peyorativa y sobrecargada de adjetivos. Respetamos a quienes así lo hacen. Entendemos la indignación que ciertas trapacerías provocan, especialmente ante el irrespeto y la profanación de las realidades sagradas –y a fe que a nosotros también nos produce un escozor que nos impele a “rascarnos sobre espaldas ajenas”–.
Pero ese no es nuestro estilo. Nosotros preferimos ahondar en las causas, exponer con paciencia la secuencia de los hechos, explicar su gravedad y mostrar con claridad las consecuencias. Consideremos sucintamente el por qué.
Prácticamente en todos los estratos y en las diferentes instancias de la sociedad se puede observar sin mucho esfuerzo, y de manera fehaciente, cómo una serie de pequeñas concesiones se fueron haciendo primero frecuentes hasta llegar a convertirse en hábitos y, finalmente, en las malas costumbres cuyas consecuencias saltan hoy a la vista: desde los escándalos de inconducta sexual y de abusos, hasta el descuido, primero, de la propia responsabilidad y, después, el abandono total de la misión.
En los ámbitos educativos y, en general, en aquellos propios de las profesiones formativas, es decir, en el enclave mismo de la autoridad, de la disciplina y de la ejemplaridad, campean la dejadez y un grado tal de corrupción que demuele las Instituciones y, con ellas, todos los referentes auténticamente humanos, es decir, los principios propios de los órdenes Sagrado, Natural y Moral (este último, el ámbito propio y específicamente humano).
Ello se debe, en primer lugar, a la pérdida de entidad de las vocaciones y de identidad de quienes debieran profesarlas; y, en segundo lugar, a los enormes vacíos de formación que por efecto de éstas no sólo recaen sobre los educandos, sino sobre toda una generación: la misma que ha visto decaer –sin percatarse siquiera– su nivel y calidad de razonamiento, y que ha perdido su capacidad de juicio crítico.
Diríamos que esta pérdida de credibilidad ha conducido a la sociedad al escepticismo, de allí al indiferentismo y, finalmente, le ha llevado a refugiarse en un determinismo fatalista: algo así como “los pueblos condenados a cien años de soledad nunca tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”, algo ante lo cual las gentes simplemente asumen una actitud de “no hay nada qué hacer”, que se ve alimentada por la tentación de la desesperanza y que cede cada vez más ante las ofertas narcotizantes y evasivas del “absurdismo”, aunque ya sin las pretensiones intelectuales propias del existencialismo.
Es una situación similar a la que estuvieron expuestas las generaciones que vieron y vivieron el colapso de la sociedad con el estallido y las consecuencias de la primera guerra mundial, la recesión económica, una segunda y más expansiva y violenta guerra, la división del mundo en bloques y, después, la guerra fría. Estas dieron lugar al “desencanto”, un monstruo que se abatió sobre el pensamiento y devoró lo que quedaba de esperanza en las sociedades, actitud que –por la vía de la “educación”– pasó de una generación a otra y, finalmente, se consolidó en la tercera bajo el pesimismo existencial y el “Carpe Diem”: “vive el momento”.
Entonces, como una especie de pseudo profetas, aparecieron algunos intelectuales “rebeldes” quienes –así como en su momento Marx y Engels pretendieron explicar las causas de los desequilibrios sociales y superarlas con las fórmulas infalibles de la dialéctica y del materialismo histórico para lograr la “transformación” de la sociedad– ofrecieron la receta para vacunarse del dolor existencial y pasar de la cruda realidad a la nueva utopía: una “libertad” sin límites, sin dogmas ni ataduras, supuestamente emancipadora y, sobre todo, psicodélica, es decir, revestida de la “magia” de los alucinógenos, de la música, de la fusión con la naturaleza, de un vitalismo pletórico y de un ímpetu inusitado... hacia ninguna parte, salvo hacia el abismo del absurdo.
Así como la ciencia, la economía y el progreso no pudieron sustentar ni cumplir las promesas de una sociedad justa, equilibrada y, sobre todo, feliz, lo cual llevó a la humanidad del desconcierto al desencanto, ahora ya, escéptica e inmune a cualquier otra promesa, en apariencia sólo le quedaba el único camino, si no prometedor, al menos sí gratificante: el de una aparente autonomía irrenunciable e innegociable, de extremos y de contrastes, como la autoafirmación del yo o la disolución de sí mismo, la negación de todo lo objetivo y la afirmación de una subjetividad supuestamente capaz de transformarlo todo sólo con la imaginación. Llegábamos así a la cumbre del nihilismo individualista, aunque –paradójicamente– encubierto bajo el ropaje del más exacerbado buenismo sentimentalista.
Es por ello por lo que nuestra misión, nuestra tarea y el tono de nuestra expresión no pueden consistir en una proclama altisonante. Aunque lo que se proclame “desde los tejados”, “a tiempo y a destiempo”, sea la mismísima Verdad. Precisamente, su entidad y dignidad eminentísimas, exigen que ésta sea dicha y proclamada con la altura, la sobriedad y el tono que le son propios.
Porque el actual estado de cosas y el caos imperante son producto, precisamente, de la renuncia a la Verdad y de haber cedido ante el absurdo. Y éstos, a su vez, de los vacíos señalados y, en especial, del vacío educativo y de la pérdida de ejemplaridad que devino en la pérdida de credibilidad y en el escepticismo ya indicados y descritos.
En ForHum Christi queremos asumir el desafío y responder a lo que en la práctica, si bien exige denuncia, también es un llamado a asumir nuestra responsabilidad como seres inteligentes, dignos, creados a imagen y semejanza de Dios, y hechos hijos Suyos por la Gracia que confiere el Sacramento del Bautismo: educar, es decir, formar integralmente a la Persona Humana, conforme a su naturaleza y a su dignidad, en una palabra, a Su Valor Trascendente.
Por eso, quien está llamado a pastorear –maestro, orientador o líder–, debe hacerlo también obedeciendo a un criterio que le es propio, esto es, que pertenece a la esencia de su misión, y no debe abajarse al nivel de quien, en lugar de conducir a las ovejas, no sabe más que silbar y gritar como si arreara una recua de mulas.
Cerramos estas consideraciones con dos citas que nos ayudan a comprender lo dicho y a descubrir el camino:
“No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz”. Isaías 42, 2
Así las cosas, y en medio de las vehementes polémicas por demás insoslayables a las que nos vemos abocados, reiteramos que la Majestad y Dignidad propias de la Verdad exigen que ésta vaya siempre revestida del ropaje y que se exprese en el tono que le corresponden:
“En las cosas dudosas, libertad. En las cosas importantes, unidad. En todas, Caridad”. San Agustín
En virtud de esto, instamos a nuestros seguidores, lectores, amigos y a toda la sociedad, a recordar y a mantener presente que el único criterio posible de UNIDAD REAL es, sólo y siempre, la Verdad. Y el nuestro es, ante todo, UN COMPROMISO CON LA VERDAD.
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