Artículo especialmente actualizado por su autor para ForHum Christi.
“La Persona es su propia palabra, es lo que dice; y ello se refiere tanto al tono, a la calidad y altura de sus expresiones, es decir, al contenido y a la forma de sus conversaciones, como a su grado de coherencia. En consecuencia, la persona es la unidad, la integridad indisoluble entre lo que habla y lo que cumple, que es lo que finalmente expresa la plenitud de su ser…”.
Cumplir lo prometido y hacer lo que se dice
El parto de los montes
Es insólito, aunque ya no lo parezca: cada vez más, las promesas están a la orden del día. Como si un extraño sortilegio alimentara su fuego, estas aumentan, a la par que lo hacen las mentiras.
Nuestra sociedad hiperactiva subsiste en medio de una ebullición política que ya no cesa, que se mantiene y que se atiza aún por fuera del fragor de la contienda electoral: un ambiente en el que mentiras y promesas han escalado hasta llegar a ser sinónimos.
Y aunque todos sabemos que después de ellas sobrevendrán los fiascos, con su inevitable lastre de frustración y desconfianza; aunque podamos entender que estos serán apenas la consecuencia natural del pregón que con notas casi mesiánicas hacen de sus mentiras los politicastros, avivatos y negociantes que pululan en el hervidero en que se ha convertido el mundo, parece no importarnos.
¿Acaso no hay salida a este atolladero en el que transcurre hoy la vida? Pues aunque aún no hayamos podido encontrarla, eso no significa que no la haya. Peor aún: engañados, ya no salimos a buscarla. Hay una postración, un no atreverse, una falsa resignación que paraliza; un estancamiento -quizá por el peso del desencanto-, que nos ha dejado ciegos e inermes ante la espesa bruma de la grandilocuencia, la demagogia y el populismo. La humanidad se resigna a la quietud y se solaza en el absurdo, mientras dicha oscuridad comienza a envolverlo todo bajo su manto siniestro.
Esta, que ha sido tal vez la tentación más recurrente de todos los tiempos, fue reconocida, combatida y derrotada hace siglos, incluso por la poesía. Con razón, comprendiendo la astucia de unos, y conociendo el vacilante corazón de los otros, exclamó en su tiempo el poeta Horacio:
«Con dolores de parto el monte brama,
y al fin pare un ratón».
Retomando casi literalmente sus palabras, el fabulista español Félix María de Samaniego escribió siglos después unos breves versos titulados «El Parto de los Montes», a los que adosó estos otros:
«Hay autores que en voces misteriosas,
estilo fanfarrón y campanudo,
nos anuncian ideas portentosas;
pero suele a menudo
ser el gran parto de su pensamiento,
después de tanto ruido, sólo viento».
Así ha sido siempre. La diferencia estriba en que la mentira ya no es patrimonio exclusivo de los politiqueros y los sofistas. Ésta parece haber permeado nuestras estructuras mentales, morales y sociales, hasta penetrar en eso que algunos llaman “el inconsciente colectivo” y luego en nuestras costumbres, transformando así nuestro “éthos” (modo de ser) y, con éste, el “modus vivendi” (manera de vivir, costumbres) y el “modus operandi” (modo de actuar, manera habitual de comportarnos) de nuestra sociedad, a través de las promesas.
Respeto, Discreción y Veracidad
Que haya promesas es algo natural, pues el compromiso –“con promesa”– es el fundamento de las relaciones, el que da origen a las instituciones y el que garantiza su estabilidad. Pero que abunden, es inaudito.
Que la ligereza para hacerlas sea el expediente que mantenemos en la punta de la lengua para salir de apuros, para contentar a otros o para lograr que hagan lo que esperamos, ya no sólo es grave, sino vil. Y peor aún es que este nuevo “orden” de cosas se traslade a los ámbitos de lo cotidiano: al hogar, a la amistad, al trabajo…, en los que la palabra se ha convertido en el recurso por excelencia para engatusar a propios y extraños.
A la mentira tenemos que desterrarla de nuestro modo de ser y de nuestras vidas, porque mata la confianza. Es precisamente a partir de ella, de las palabras vanas, de la falta de consideración y de respeto hacia el otro, de donde surge esa desconfianza que marca el tono de las relaciones en la sociedad actual, en la que ya nadie cree en nada ni espera nada de nadie, hastiados como estamos de promesas y de palabras deslumbradoras a las que alguna vez estuvimos sujetos y expectantes, pero que jamás se cumplieron.
Aunque el utilitarismo reinante impone el hábito de mentir, es decir, la mendacidad, en función de la conveniencia inmediata, ésta no alcanzará a marcar el tono de nuestras relaciones ni tendrá la última palabra en nuestras vidas, si nos decidimos a ser veraces, esto es, íntegros, y la rechazamos de plano en nuestro fuero interno y en nuestra conducta.
Por ello, convendría mucho –como primer paso–, aprender a ser más discretos en lo personal; y, en lo concerniente al trato con los demás, aún más respetuosos. Es decir, a evitar hacer promesas, y aún a no hacerlas, sino únicamente cuando por la gravedad o sacralidad del asunto en cuestión así corresponda.
Pero de modo paralelo –y superior– a la mentira coexiste, prevalece, está vigente y tiene su propio peso la verdad, a la que se hace indispensable remitirnos y volver, entender lo que es y lo que implica, pues aporta la luz que necesitamos para aclarar el tema. Sí, la Verdad, que establece un auténtico Orden Moral, y nos ayuda a estimar mejor las consecuencias de ese mundo de artificios verbales en el que nos movemos; y, especialmente, a captar la importancia de volver a beber en las fuentes que nos permiten superarlo.
El valor de La Palabra
En Hebreo, el término “Palabra” designa a la Persona en su Integridad, en toda su compleción y plenitud. Es una expresión colmada de sentido, y cuando alguien se refiere a “la palabra” o “da su palabra”, ello significa que dicha persona se da íntegramente a sí misma, que se compromete absolutamente y por entero.
La Persona es su propia palabra, es lo que dice; y ello se refiere tanto al tono, a la calidad y altura de sus expresiones, es decir, al contenido y a la forma de sus conversaciones, como a su grado de coherencia. En consecuencia, la persona es la unidad, la integridad indisoluble entre lo que habla y lo que cumple, que es lo que finalmente expresa la plenitud de su ser, su condición de “individuo”, es decir, su indivisibilidad e individualidad. Lo que –en términos filosóficos; ontológicos y éticos, para ser más precisos– la cultura occidental ha consignado en la famosa sentencia: “El acto sigue al ser” (“Agere sequitur esse”); y en términos coloquiales, a lo que la gente se refiere designándolo con la expresión: “ser de una sola pieza”, es decir, entero, íntegro, sólido.
De modo que se es plenamente persona en tanto hay una real cohesión entre lo que se dice y lo que se hace. Y se desintegra, se degrada a sí mismo y denigra de sí, de su auténtica condición humana y estatura moral, quien niega y contradice con sus hechos, quien no cumple lo que él mismo dice. Por ello, quizá, la sabiduría popular afirma con cierta sorna e ironía: “cada cual habla de lo que le gusta”, que vendría a ratificar aquello de que cada quien, con su hablar, expresa lo que es.
De allí que en toda la riqueza de nuestra tradición judeocristiana y grecolatina, la palabra siempre haya sido apreciada y estimada como un Don Sagrado: Dios lo hizo todo a través de La Palabra.
Luego de su conversión, y habiendo sido criado en la indiferencia religiosa más absoluta, en un clima de “ateísmo perfecto” –según lo expresa él mismo–, el afamado periodista y escritor francés Andrè Frossard no dejaba de asombrarse ante este hecho, y se refería a él con un respeto que rayaba en la contemplación: “basta un pensamiento de Dios, y de pronto bulle y aletea una criatura en el agua, en el aire o en la tierra”, decía. Dios crea a través de Su Palabra.
Con San Juan, nos enteramos de una realidad mucho más excelsa: “El verbo –el logos, La Palabra– estaba en Dios, y El Verbo era Dios”, según lo narra en el sublime prólogo de su Evangelio. Y “El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros”. Es decir, no sólo que el Dios invisible se hizo visible, nos mostró su rostro y se hizo presente, a través de Su Palabra, sino que –en un sentido moral– es la calidad de nuestra palabra la que nos hace auténtica y plenamente hombres, la que refleja nuestra estatura moral.
Más adelante, Jesús mismo ratifica cómo la palabra es tan sagrada, que de cada una de ellas –advierte–, especialmente de las “necias”, habremos de “rendir cuentas”. Insiste en la necesidad que tenemos de “ser prontos para escuchar, y lentos –muy lentos– para responder”. Nos enseña que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Y nos insta a que nuestra respuesta sea “Sí cuando es sí y No cuando es no”, porque todo lo demás “lo añade el diablo”. Quizás por ello, un monje peregrino y asceta llegó a expresar: “Un buen discurso es de plata, mas el silencio es oro puro” (Relato de un Peregrino Ruso).
“Haz lo que dices”
Entre los relatos del Génesis, al comienzo del Antiguo Testamento, descolla de manera especial uno que impresiona por la forma como presenta la discordancia que hay entre la trivialidad del lenguaje humano y la sobriedad de las palabras divinas.
Ocurre que cuando Abrahán es visitado por tres ángeles en los que reconoce la presencia de Dios, éste les invita a sentarse diciéndoles que les lavará los pies, que les brindará agua, que mandará a cocer para ellos unas tortas de harina y se las servirá, que ordenará a sus criados disponerlo todo inmediatamente para atenderlos. Entonces, con una concisión admirable, éstos le responden:
—«Haz lo que dices».
Así, quien pasó a llamarse “Abraham” y fue consagrado como “el Padre de la Fe”, además de las Promesas recibidas, experimentó en sí mismo la conmoción propia de los hijos de Dios cuando descubren que existe una auténtica dimensión moral, que rige la conducta humana.
En contraste, en un mundo de promesas rotas y en el que prevalece la mentira, en el que ya nada es consistente y nada parece tener sentido más allá de la utilidad inmediata, sólo la Palabra y las promesas Divinas se muestran consistentes y son las únicas capaces de ofrecer un auténtico sentido; aunque sólo sea, en principio, entre quienes aún les conceden alguna credibilidad; quienes entienden y asumen que Dios, que es la Verdad, es fiel y no puede mentir, y por eso mismo puede hacer promesas: porque sabe de lo que habla, sabe lo que dice; y no puede fallar.
«Haz lo que dices». El sólo hecho de que estas palabras casi imperceptibles dentro del relato hayan sido consignadas en la Sagrada Escritura, demuestra que Abraham se cuidó muy bien de hacerles comprender a sus descendientes el valor de dicha expresión como uno de los más preciados tesoros de aquella visita del cielo, y de legarles la plenitud del sentido que entrañan.
Sólo cuatro palabras, las justas para haberlo dejado atónito y, con estupor, grabarlas en su corazón. Aquellas palabras calaron hondo en su conciencia, y modelaron para siempre su modo de pensar, de hablar y de proceder. Porque Dios en persona se lo demostró entonces: le dijo que a su vuelta, en el tiempo estipulado, Sara su esposa tendría un hijo, y le prometió que haría de él mismo una gran nación y que en él habrían de ser benditas todas las naciones.
Un legado para apreciar la auténtica valía de una persona, en medio de la vanidad y de la banalidad reinantes: integridad y coherencia. Que, como aún se dice entre los españoles –tan políticamente convulsos y de los que en realidad no estamos tan distantes–, “más vale un gramo de hacer que un kilo de decir”.
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