Segunda teoría del error sustancial:
“El Papado como sacramento”
1. Dos posiciones eclesiológicas: el antes y el después del Concilio Vaticano II
Según esta segunda teoría del error sustancial, Ratzinger habría asumido una equivocada concepción eclesiológica en lo que atañe al origen y las características del “poder de orden” (potestas ordinis) y el “poder jurisdicción” (potestas iurisdictionis), de los cuales son titulares los ministros sagrados en la Iglesia (y específicamente los obispos), concepción que a su vez lo habría conducido a identificar en el Papado una esencia sacramental indeleble, ad vitam, no susceptible de extinción por medio alguno (ni aun mediante “renuncia”).
La teoría en cuestión parte, en un primer momento, de una distinción elemental: mientras el poder de orden habilita a los obispos para todo lo relacionado con la liturgia y los sacramentos, el poder de jurisdicción los faculta para dirigir jurídicamente una determinada diócesis y emitir enseñanzas de valor magisterial (vinculante para los fieles). Y en un segundo momento, la misma teoría desarrolla unas explicaciones –inexactas, como veremos– sobre las “dos posiciones” eclesiológicas (contrapuestas) que actualmente circulan en relación con el origen y las características de uno y otro poder.
Así, se nos refiere que, según la posición “tradicional” de la Iglesia –la cual sería la posición “correcta” u “ortodoxa”–, el poder de orden deriva directamente del sacramento, de la consagración episcopal, del mismo Dios, y tiene carácter ontológico indeleble: modifica, de una vez para siempre, el ser mismo del consagrando; el poder de jurisdicción, en cambio, se transmite a través de la missio canonica, que vendría dada por el acto jurídico-administrativo, efectuado por el Papa, del nombramiento del consagrando como obispo diocesano, esto es, encargado del cuidado de una determinada diócesis. El poder de jurisdicción, entonces, a diferencia del de orden, bien puede extinguirse: así, por ejemplo, ante la remoción o renuncia del obispo en cuestión, éste perdería solamente la titularidad de su cargo u oficio eclesiástico, pero no la plenitud del sacerdocio, el tercer y máximo grado del sacramento del orden.
Esta primera posición, se nos añade, concibe al Papado como un mero oficio (Papa est nomen iurisdictionis). Ello es así porque, desde el punto de vista sacramental, nada diferencia al Romano Pontífice, obispo de Roma, de los demás obispos, mientras que, desde lo jurisdiccional, la diferencia es clara: sólo el Papa tiene un “primado de jurisdicción”, pues cuenta con facultades magisteriales y gubernamentales plenas y universales, esto es, comprensivas de todos los asuntos doctrinales/morales y disciplinares, y extensivas a la totalidad de las diócesis, a la Iglesia Universal[i]. Siendo, pues, el Papado pura jurisdicción, puro oficio, su extinción mediante renuncia resulta perfectamente posible: así como para la adquisición del Primado media la voluntad positiva o de aceptación por parte de quien ha resultado electo Papa, de la misma manera se hace viable la pérdida del Primado a través de la correspondiente voluntad de dimisión.
Desde la segunda posición eclesiológica –que vendría a ser la “novedosa”, “incorrecta” o “heterodoxa”–, se nos explica, tanto el poder de orden como el poder de jurisdicción derivarían del acto sacramental de la consagración episcopal y, por tanto, de Dios mismo. Así lo indica, se nos dice, la Constitución Gaudium et Spes [sic[ii]] del Concilio Vaticano II (CVII), al declarar que la consagración episcopal confiere al consagrando los tria munera (tres funciones o encargos): santificar (aspecto litúrgico/sacramental) –esta función correspondería al poder de orden–, enseñar (aspecto magisterial) y regir o gobernar (aspecto jurídico) –estas dos funciones corresponderían al poder de jurisdicción–. En todo caso, sin embargo, el ejercicio de tales munera requiere la comunión jerárquica del consagrando con el Papa y los demás obispos, lo cual se da precisamente a través del respectivo nombramiento episcopal por parte del Papa (con el cual se confiere la missio canonica)[iii]. ¿De dónde proviene esta segunda posición eclesiológica? Quien nos la expone no deja claro, a decir verdad, si ella se encuentra en los textos mismos del CVII o en la interpretación que de éstos han hecho ciertas corrientes teológicas (v.gr. Joseph Ratzinger, Karl Rahner, Henri de Lubac etc.)[iv].
Enunciemos y examinemos ahora las razones por las cuales se nos argumenta que esta segunda posición eclesiológica es “errónea”.
2. “Errores” en la eclesiología (post)conciliar/Ratzingeriana:
2.1. La “anulación” de la diferencia conceptual entre poder de orden y poder de jurisdicción
En primer lugar, se nos dice, la eclesiología (post)conciliar anula la distinción entre la consagración y el nombramiento episcopal, y hace derivar de aquélla el poder de jurisdicción (las facultades de gobernar y enseñar). Esto es, sostiene que “la jurisdicción es simplemente algo que fluye del sacramento, y no algo distinto”[v]. De esta manera, la eclesiología queda reducida a lo meramente sacramental, en desmedro de lo jurídico, y ello en abierto contraste con la “doctrina anterior de eclesiología”, bajo la cual se entendía que el poder de gobierno o jurisdicción se obtenía a raíz de un acto jurídico pontificio[vi].
En soporte de esta observación crítica se nos ofrece la perspectiva de Roberto De Mattei:
“Esta doctrina [anterior al CVII, sobre la distinción entre Poder de Orden y Poder de Jurisdicción]... también ha sido la práctica común de la Iglesia durante veinte siglos, puede considerarse como de derecho divino, y como tal inmutable. El Concilio Vaticano II no rechazó explícitamente el concepto de “potestas”, sino que lo dejó de lado, reemplazándolo con un nuevo concepto equívoco, el de “munus”. El art. 21 de la “Lumen Gentium” parece entonces enseñar que la consagración episcopal confiere no sólo la plenitud del orden, sino también el oficio de enseñar y de gobernar, mientras que en toda la historia de la Iglesia el acto de consagración episcopal se ha distinguido del acto de nombramiento, o de la atribución de la misión canónica. Esta ambigüedad es coherente con la eclesiología de los teólogos conciliares y posconciliares (Congar, Ratzinger, de Lubac, Balthasar, Rahner, Schillebeeckx…) que pretendían reducir la misión de la Iglesia a una función sacramental, minimizando sus aspectos jurídicos…”[vii].
En similar sentido se nos ofrece la mirada crítica propuesta por la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (FSSPX):
“Ahora, la Sociedad de San Pío X, en su página web en francés tiene un artículo sobre esto. Esta es una de las cosas que la sociedad encuentra problemática sobre la Nouvelle Théologie y el Concilio Vaticano II y todo lo que ha ocurrido desde entonces. Y es que […] si dices que la jurisdicción es meramente algo que fluye del sacramento y no algo, tú sabes, distinto… pues bien, ellos especulan […] que lo que estos hombres del Vaticano II están tratando de hacer es curar la herida con los ortodoxos ideando una eclesiología que sea totalmente sacramental en lugar de jurídica”[viii].
Finalmente, como desarrollos de esta segunda –y “errónea”– posición eclesiológica, se nos presentan[ix] dos citas de Mansini y E. Corecco, que en su orden rezan así:
“Esto significa que del ordenando habría de esperarse ordinariamente la titularidad de poder administrativo sobre la iglesia en cuestión. La ordenación episcopal da esta expectativa; si no otorga jurisdicción según Santo Tomás, el poder sacramental que otorga puede considerarse en sí mismo como un poder básico de gobernar. Lo que se da, por cierto, como si fuese un llamado a la jurisdicción y hace adecuado que el así ordenado tenga jurisdicción”.
“Este poder, sin embargo, no se identifica con el de jurisdicción, porque la jurisdicción se puede quitar, mientras que el poder del obispo para conferir el sacerdocio y la confirmación nunca se pierde. Es un poder de gobernar que tiene como deberes los propios de la cabeza de una sociedad de cristianos, por ejemplo el de conferir tareas y oficios, el de apacentar al Pueblo de Dios, el de defender al Pueblo de los errores. Este tipo de poder no es algo más o menos que lo que los sacerdotes también tienen; es un poder de un tipo diferente que se puede comunicar a los sacerdotes a través de la delegación”.
Ahora bien, ¿qué tan cierto es que el CVII introdujo una eclesiología enteramente sacramental, en desmedro del aspecto jurídico, y que subsumió la potestad de jurisdicción en el sacramento de la consagración (episcopal)?
Al respecto, debemos decir que afirmaciones como esa sólo se sostienen bajo la narrativa del mito tradicionalista, que defiende la radical y completa incompatibilidad entre los textos del CVII y el magisterio precedente de la Iglesia[x] y, consecuentemente, la imposibilidad lógica de la “hermenéutica de la continuidad”[xi].
Lo cierto es que de ninguna manera han de leerse dichos documentos en el sentido de una contraposición entre “Iglesia como realidad mística” e “Iglesia como realidad institucional”, entre lo espiritual y lo jurídico, entre el episcopado y el Pontificado, sino, antes bien, como una articulación de estos aspectos, a partir de los conceptos de “comunión” y “sacramento”.
En efecto, el CVII acogió una eclesiología centrada en la Eucaristía, bajo la consideración de que es en ella donde confluyen lo invisible y lo corpóreo, la caridad y el derecho, el espíritu y el oficio:
“[…] se ve claro que la celebración eucarística da ciertamente a la noción de cuerpo de Cristo su apoyo concreto, salvándola de diluirse espiritualmente al situarla en un orden visible, en una realidad «corpórea». Pero es igualmente claro que excluye toda fosilización jurídica y ritualística, y empuja con poderosa energía al cumplimiento interior y personal del ser cristiano. Aquí no hay ya en realidad separación entre caridad y derecho, entre Iglesia visible e invisible, sino que se alcanza el verdadero corazón de la Iglesia, en que se unifican ambas realidades, tantas veces disociadas de hecho. […] [D]e una puntual consideración de la celebración eucarística no se sigue sólo la exigencia de la caridad, sino también el imperativo del orden. […] Así, una Iglesia que se entiende a sí misma por la eucaristía como cuerpo de Cristo, no es sólo una Iglesia de los que aman, sino con la misma necesidad una Iglesia de orden sagrado, una Iglesia ordenada jerárquicamente (jerarquía = orden sagrado)”.
De hecho, nos explica el propio Ratzinger, es el Cuerpo (Eucarístico) de Cristo el punto de partida del vínculo de unidad, tanto espiritual como jurídico, de las Iglesias particulares, recíprocamente, y de éstas con Roma: “[…] la Iglesia antigua entendió la forma concreta de su unidad, poco más o menos, así: sintiéndose la comunidad de la cena. Cada comunidad local particular se veía como la representación, como la manifestación de la Iglesia una de Dios y celebraba el misterio del cuerpo de Cristo bajo la presidencia del obispo y su presbiterio. La unidad entre las «iglesias particulares», que se sentían como representación de la Iglesia universal, no era de naturaleza administrativa, sino que consistía en que «comulgaban» entre sí; es decir, admitían a la comunión con ellas recíprocamente a los miembros de otras comunidades que estuvieran presentes. Con los herejes (ora individuos, ora comunidades enteras), no se comulgaba, no se los admitía a la sociedad de comunión de las iglesias ortodoxas, quedando excluidos de la Iglesia y declarados como herejes. A la inversa, los grupos heréticos formaban entre sí sociedades semejantes de comunión, que comulgaban por su parte entre sí, pero no con la gran Iglesia. Pero ¿cómo saber si un forastero o peregrino pertenecía o no realmente a la sociedad ortodoxa de comunión? Aquí actuaba el principio episcopal de orden para la celebración eucarística. El cristiano que viajaba a otra comunidad recibía de su obispo la carta o letras de comunión, que lo acreditaban como miembro de la sociedad de comunión de la gran Iglesia. Para este procedimiento cada obispo poseía listas con las comunidades miembros de la gran comunión ortodoxa. En este punto, empero, Roma fue siempre tenida, por decirlo así, como el exponente de la recta sociedad de comunión. Era axioma que quien comulgaba con Roma, comulgaba con la verdadera Iglesia; aquel con quien Roma no comulga, no pertenece tampoco a la recta comunión, no pertenece en pleno sentido al «Cuerpo de Cristo». Roma, la ciudad de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo, preside la comunión general de la Iglesia, el obispo de Roma concreta y representa la unidad, que recibe la Iglesia de la cena del Señor. Así la unidad de la Iglesia no se funda primariamente en tener un régimen central unitario, sino en vivir de la única cena, de la única comida de Cristo. Esta unidad de la comida de Cristo está ordenada y tiene su principio supremo de unidad en el obispo de Roma, que concreta esa unidad, la garantiza y la mantiene en su pureza. El que no está en concordia con él se separa de la plena comunión de la Iglesia indivisiblemente una. De todo lo cual se sigue que el lugar teológico del primado es a su vez la eucaristía, en la cual tienen su centro común oficio y espíritu, derecho y caridad, que aquí hallan también su punto común de partida”[xii].
Este renovado “fundamento Eucarístico” de la eclesiología –con el que, repitámoslo, se “reconciliaba” lo jurídico y lo sacramental– arrojó a su vez una nueva luz sobre el episcopado y la colegialidad.
Como es sabido, la teología medieval, partiendo de la separación entre las nociones de “poder de orden” (ordo) y “poder de jurisdicción” (jurisdictio) –referidas respectivamente a la confección de la Eucaristía (el Corpus Verum de Cristo) y al gobierno de las comunidades de fieles (el Corpus Mysticum de Cristo)– había rechazado la concepción del episcopado como un grado propio del sacramento del orden y, hasta cierto punto, pasado por alto la colegialidad como elemento constitutivo del episcopado. Bajo esta perspectiva, lo propio del obispo era la jurisdicción –y ésta sobre una determinada diócesis–; desde lo sacramental, el episcopado nada nuevo vendría a añadir (a la manera de un “grado superior”), pues la ordenación sacerdotal confería de por sí (al presbítero ordenado) la plena potestad de cambiar el pan.
Pero en virtud de la eclesiología centrada en la comunión –que en últimas abrió paso a la concepción del episcopado como el grado pleno del orden sacerdotal–, se puso de relieve cómo la celebración Eucarística y la unión jurídica (y colegial) en la Iglesia se encuentran íntimamente ligadas y confluyen en las funciones episcopales:
“Porque la eucaristía no es el acto aislado de la consagración que el sacerdote ejecuta por sí y únicamente en virtud de un accidens physicum, que le es inherente —es decir, en virtud del carácter sacramental—, sin relación a los otros y a la Iglesia. No, la eucaristía es por esencia sacramentum Ecclesiae; entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo místico del Señor existe una unión indisoluble, de forma que no puede pensarse el uno sin el otro. […] [E]n lo sacramental está presente lo colegial; más aún, la eucaristía es por su esencia el sacramento de la fraternidad cristiana, de la unión recíproca por medio de la unión con Cristo.
[…]
Cabalmente la idea sacramental lleva inherente lo comunitario; el sacramento no es una realidad física, a la que posteriormente se ordenaría una potestad de régimen, sino que es por sí mismo la inserción en una nueva comunidad y está instituido para el servicio de la comunidad.
Por lo demás, esto aparece con entera claridad en la estructura de la liturgia eucarística. Su sujeto es el «nosotros» del pueblo santo de Dios y su lugar interno es la comunión de los santos, que aparece ya en el confíteor y en las oraciones que enmarcan el relato de la institución. Ante el alma se pone claramente el recuerdo del ilustre ejército de los santos de la Iglesia universal y señaladamente de la iglesia local de Roma, evocado en el Communicantes y en el Nobis quoque; la mirada retrospectiva a Abel—Melquisedec—Abraham, los grandes tipos del sacrificio de Cristo en la antigua alianza en el Supra quae; el recuerdo de los vivos y los difuntos de la comunidad en ambos mementos; finalmente la mención del obispo local y del obispo universal de la sedes apostólica de Roma y todos los participantes ortodoxos en el culto cristiano ya en la primera oración del canon, son mucho más que meros ornamentos, son la expresión íntima y necesaria de la xoivwvta del acto eucarístico. La mención del obispo de Roma es aquí expresión representativa y sintética de cómo se ordena la celebración eucarística dentro del conjunto de la communio ecclesiarum, por la cual la celebración eucarística que tiene lugar aquí aparece como verdadera participación en el cuerpo indivisible de Cristo que recibe en común la Iglesia. Por eso, esta mención no es meramente expresión del primado del obispo de Roma, sino de la concentración en él de la sociedad de comunión, y representa a la par vicariamente la colegialidad de los obispos y la fraternidad de las iglesias en general”[xiii].
“Para la teología actual resulta claro una vez más que corpus verum y corpus mysticum están ordenados el uno al otro; el corpus verum del Señor nos es dado para que por su medio se edifique el corpus mysticum y para que en la edificación del corpus mysticum se complete el sentido del don del corpus verum. Así, el servicio al uno no puede separarse del servicio al otro, sino ambos son un solo servicio al cuerpo del Señor.
Si ahora aplicamos estas reflexiones concretamente al oficio episcopal, podemos decir que, de hecho, ese oficio está ordenado al corpus mysticum; pero, cabalmente porque lo está, tiene que ver de manera específica con la eucaristía y con la verdadera esencia del sacramento del orden. Al estar el obispo al servicio de la unidad de comunión en la Iglesia y cuidar de la comunión de la iglesia particular con las otras iglesias episcopales y, en la cumbre, con la Iglesia de Roma, está por eso mismo al servicio del requisito esencial de la comunión, que ha sido querida por el Señor como vínculo de la unidad y sólo recibe su interna legitimidad cuando se cumple como tal. Ahora bien, de este modo la consagración episcopal se convierte cabalmente en el lugar en que se compenetran de manera indisoluble el sacramento y el derecho, la colegialidad de los ministros y la unidad de la Iglesia universal. El episcopado se edifica colegialmente y debe ser colegial porque, por su misma naturaleza, representa el servicio a la unidad de la Iglesia; que, por su parte, no es únicamente organización igualitaria impuesta desde arriba, sino comunidad horizontal de quienes creen y comulgan entre sí. Precisamente como tal oficio de unión, en que está incluida la coordinación de los ministros, no representa un mandato de mera organización externa, sino que es actualización de la misma sacramentalidad: el orden de la Iglesia nace del sacramento y el sacramento entraña el mandato del orden. Ahora bien, así aparece el sacramento no ya como simple don al individuo, sino más bien, partiendo de su sentido interno, como inserción en un «orden»; es decir, inserción en la comunidad de aquellos que juntos administran los servicios de la Iglesia de Dios y que sólo pueden administrarlos juntos; la jurisdicción, a la inversa, está ahí como el desenvolvimiento concreto de lo que fue puesto en el sacramento, desenvolvimiento que, desde luego, debe determinarse jurídicamente en sus pormenores mediante la designación positiva de unos dominios especiales de jurisdicción y mediante toda la legislación positiva de la Iglesia en general”[xiv].
Así pues, no se trata de que en la eclesiología del CVII el oficio episcopal haya quedado reducido al mero sacramento, sino que ha sido “rescatada” su raíz o conexión sacramental. Con todo, aún podríamos plantearnos la pregunta: ¿cómo queda entonces, en tal eclesiología, la noción de “poder de jurisdicción”?
En este punto habremos de desmentir la idea de que, tras el CVII, el “poder de jurisdicción” dejó de ser algo nuevo o distinto de lo que el consagrando recibe en el sacramento. Lo que la Constitución Lumen Gentium en su Nota Explicativa Previa quiere destacar es que, dado que los obispos no son meros funcionarios del Papa, pues su oficio es de institución divina[xv], el “poder de jurisdicción” que les es conferido a través de la missio canonica –que actualmente se materializa, en Occidente, en el acto jurídico pontificio de nombramiento episcopal[xvi]–, viene a ser algo así como la actualización o concreción, en un conjunto de competencias territorial y personalmente delimitadas (esto es, en una relación jurídica concreta frente a los súbditos de una determinada diócesis), de lo que se otorga virtualmente o en potencia con el sacramento de la consagración episcopal. En otras palabras, los munus de enseñar y gobernar (que integran el poder de jurisdicción) no son ajenos al don espiritual y sobrenatural que se comunica de lo Alto con el sacramento: están allí presentes como en semilla, o bien, como cualificación ontológica, de manera que el consagrando viene a ser insertado en la comunidad del servicio episcopal y se hace titular de tales munus en forma solidaria, recibiendo algo así como una “misión común o general” (como la de los doce), una ordenación o vocación de solicitud por la Iglesia Universal, que se “particulariza” con la missio circunscrita a cierta diócesis. Veamos, en efecto, los apartes pertinentes de Lumen Gentium:
“[…] este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16).
[…]
[…] La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Pues según la Tradición, que se manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo. Pertenece a los Obispos incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal.
Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. […] Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio.
El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de éste sobre todos, tanto pastores como fieles. […]
[…] El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única. Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.
Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo, están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. […]
[…]
Los Obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda creatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt 28,18-20; Mc 16,15-16; Hch 26, 17 s). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a los Apóstoles el Espíritu Santo, y lo envió desde el cielo el día de Pentecostés, para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, los pueblos y los reyes (cf. Hch 1,8; 2, 1 ss; 9,15). Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía, o sea ministerio (cf. Hch 1,17 y 25; 21,19; Rm 11,13; 1Tm 1,12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse por las legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, o por leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, o directamente por el mismo sucesor de Pedro; y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica.
[…]
[…] [T]oda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el Obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamentarlo en conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio.
[…]
Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad […]. Esta potestad que personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrita dentro de ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado.
A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, o sea el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben considerarse como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ejercen potestad propia y son, en verdad, los jefes de los pueblos que gobiernan. Así, pues, su potestad no es anulada por la potestad suprema y universal, sino que, por el contrario, es afirmada, robustecida y defendida, puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia”.
NOTA EXPLICATIVA PREVIA:
“2.a Uno se convierte en miembro del Colegio en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio. Cf. n.22 § 1 al final.
En la consagración se da una participación ontológica de los ministerios sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica. Se emplea intencionadamente el término ministerios y no la palabra potestades, porque esta última palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio. Mas para que de hecho se tenga tal potestad expedita es necesario que se añada la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad. Esta ulterior norma está exigida por la misma naturaleza de la materia, porque se trata de oficios que deben ser ejercidos por muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de Cristo. Es evidente que esta «comunión» en la vida de la Iglesia fue aplicada, según las circunstancias de los tiempos, antes de que fuese como codificada en el derecho.
Por esto se dice expresamente que se requiere la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros de la Iglesia. La comunión es una noción muy estimada en la Iglesia antigua (como sucede también hoy particularmente en el Oriente). Su sentido no es el de un afecto indefinido, sino el de una realidad orgánica, que exige una forma jurídica y que, a la vez, está animada por la caridad. Por esto la Comisión determinó, casi por unanimidad, que debía escribirse «en comunión jerárquica». Cf. Modo 40, y también lo que se dice sobre la misión canónica en el n.24.
Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de los Obispos deben interpretarse de esta necesaria determinación de potestades.
[…]
N. B.—Sin la comunión jerárquica no puede ejercerse el ministerio sacramental-ontológico, que debe distinguirse del aspecto canónico-jurídico. Sin embargo, la Comisión ha juzgado que no debía ocuparse de las cuestiones acerca de la licitud y la validez, que se dejan a la discusión de los teólogos, en particular lo referente a la potestad que de hecho se ejerce entre los Orientales separados, y sobre cuya explicación existen diversas opiniones”[xvii].
Nótese que, según la Nota Explicativa Previa (2a.), los “ministerios” conferidos en la ordenación episcopal NO SON una “potestad expedita para el ejercicio”, NO COINCIDEN con el “poder de jurisdicción”, pues para que esta potestad surja se requiere “la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica”, mediante la provisión de un oficio determinado o la asignación de súbditos, de conformidad con las normas aprobadas por el Papa. Ello significa que los tria munera de los obispos tienen una raíz divina mediata y son dados en abstracto con la consagración, mientras que la habilitación para su ejercicio (y es así como se entiende el “poder de jurisdicción”) tiene un origen inmediato en el Papa y se confiere mediante la missio canonica. Por ello indica la Lumen Gentium que es en esta luz de “determinación de potestades” o competencias que “deben interpretarse… los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos” (esto es, S.S. Pío XII y Juan XXIII)[xviii] sobre el origen papal de la jurisdicción de los obispos; esto es, el propio CVII marca una pauta interpretativa de continuidad entre sus documentos y el magisterio pontificio precedente/concomitante. Y es que, además, la Nota Previa dice literalmente que lo “sacramental-ontológico… debe distinguirse del aspecto canónico-jurídico”. ¿Dónde está, pues, la supuesta anulación de la diferencia conceptual entre el poder de orden y el poder de jurisdicción, o la total absorción de éste en aquél? En el gran mito tradicionalista, respondemos.
Pero es que, además, semejante anulación está también ausente del pensamiento teológico de Ratzinger. Veámoslo:
La Lumen Gentium “enumera […] dos raíces de la colegialidad, siquiera formen una unidad inseparable, al decir que uno se hace miembro del colegio por la consagración sacramental y por la unidad de comunión con la cabeza y con los miembros de la comunidad episcopal. Esto significa:
a) Una raíz sacramental en la consagración episcopal misma, que no afecta sólo al individuo como individuo, sino que es por su naturaleza inserción en un todo, en una unidad de servicio, para la cual es esencial la superación del aislamiento y la participación en una misión común. Como la vocación de apóstol representa la recepción en el simbolismo de los doce, que forma una parte indispensable del mandato apostólico, así la consagración episcopal es, por su esencia, inserción en la comunidad del servicio episcopal.
b) De ahí se sigue naturalmente la segunda condición de la pertenencia al colegio episcopal: la comunión efectiva con la cabeza y con los restantes miembros de ese colegio, que no aparece ahora como una adición exterior al sacramento del orden, sino como el desenvolvimiento esencial con que llega a su pleno sentido. Consideremos también que esta comunión entre sí, con que se completa la esencia del episcopado y es, por ende, elemento constitutivo para estar con pleno derecho en el colegio episcopal, tiene como punto de referencia no sólo al obispo de Roma, sino también a los que son obispos como él: la cabeza y los restantes miembros del colegio. Nunca es posible mantener una comunión sólo con el papa, sino que tener comunión con él significa necesariamente ser «católico», es decir, estar igualmente en comunión con todos los otros obispos que pertenecen a la Iglesia católica. Dicho de otra manera: Si el segundo criterio de la colegialidad, de que acabamos de tratar, exige como condición de la plena colegialidad la paz con el obispo de Roma, cabalmente con esta exigencia incluye también la dimensión horizontal de lo católico, la unión entre sí de los obispos en general.
[…] Resulta claro e inequívoco que el colegio episcopal no es una mera creación del papa, sino que brota de un hecho sacramental y representa así un dato previo indestructible de la estructura eclesiástica, que emerge de la esencia misma de la Iglesia instituida por el Señor; aun cuando el ejercicio concreto de la colegialidad necesite de regulación más precisa por el derecho positivo de la Iglesia […]
[…]
[…] [A]sí aparece el sacramento no ya como simple don al individuo, sino más bien, partiendo de su sentido interno, como inserción en un «orden»; es decir, inserción en la comunidad de aquellos que juntos administran los servicios de la Iglesia de Dios y que sólo pueden administrarlos juntos; la jurisdicción, a la inversa, está ahí como el desenvolvimiento concreto de lo que fue puesto en el sacramento, desenvolvimiento que, desde luego, debe determinarse jurídicamente en sus pormenores mediante la designación positiva de unos dominios especiales de jurisdicción y mediante toda la legislación positiva de la Iglesia en general.
[…]
Si esta frase [de la Lumen Gentium sobre la doble raíz de la membresía en el colegio episcopal] y, con más claridad todavía, algunas precedentes del párrafo sobre la sacramentalidad de la consagración episcopal expresan la convicción de que la jurisdicción no se añade meramente desde fuera al oficio episcopal, sino que radica en la estructura del sacramento mismo, entonces parece surgir una dificultad ante la situación efectiva del oficio episcopal en la Iglesia latina, en que la distinción entre ordo y iurisdictio no ha nacido como afirmación arbitraria, sino como interpretación de hechos dados. De facto, hoy día (y desde muy atrás) consagración y jurisdicción están separadas: Se da el obispo meramente «titular», que se consagra desde luego con «título» a una diócesis determinada, pero que de hecho no puede ejercer jurisdicción. Y los obispos residenciales poseen efectivamente su jurisdicción, porque son destinados por el papa para su diócesis. Ahora bien, la cuestión no es nueva. Estuvo ya en el centro de las discusiones tridentinas sobre el episcopado, para las que se planteó el problema de episcopado y primado en esta forma en que iba a la vez incluido ineludiblemente el urgente problema de la reforma de la Iglesia. Los padres tridentinos se daban sin duda perfecta cuenta de que la jurisdicción episcopal no puede reducirse a una pura designación externa por el papa, si no se quería reducir el episcopado mismo a simple institución papal; la función de gobierno está ligada de una forma muy estrecha e íntimamente necesaria con el episcopado, para que se la pueda separar por completo del mismo. De esta intuición fueron surgiendo en la discusión de entonces una serie de distinciones, que no tenemos por qué analizar aquí con detalle. Se distinguió, por ejemplo, entre iurisdictio y usus iurisdictionis entre una iurisdictio interna y otra jurisdicción más externa, asignada por el papa.
La Nota praevia pudo volver de hecho a tales puntos de vista, pero las describe con otras expresiones. Recalca que la consagración confiere una participación ontológica en los sagrados poderes, que, sin embargo, necesita además de la determinación jurídica para poder pasar al acto, como resultaría ya simplemente de la necesidad de intervenir muchos sujetos de jurisdicción. Esta determinación se lleva a cabo de acuerdo con las normas aprobadas por «la suprema autoridad»: el texto deja un campo abierto para los diversos modos con que se aseguró de hecho en la historia la inserción del obispo particular en la totalidad del servicio episcopal; con ello da a la vez a entender que la forma corriente desde muy atrás en la Iglesia latina del nombramiento exclusivo por el papa no es la única manera posible de determinar jurídicamente el ámbito de la acción episcopal. Así se pone también la declaración de la encíclica Mystici Corporis en el conveniente y amplio contexto teológico e histórico; declaración, según la cual, la potestad de jurisdicción se confiere a los obispos inmediatamente por el papa. Tales declaraciones, dice la Nota, se referirían al plano de la determinación jurídica de la potestad episcopal en la Iglesia y no excluirían, por ende, una fundamental participación ontológica en el oficio pastoral, participación que se comunica por el sacramento mismo.
[…] A partir de aquí podría abrirse un nuevo horizonte de afirmaciones pastorales: no sólo queda necesariamente disuelta con ello la rígida contraposición entre ordo y iurisdictio y puesta en claro la interior compenetración de ambas que les confiere un concepto y plenitud totalmente distintos; con ello se abre en líneas generales una nueva y honda interpretación de los sacramentos, de la actitud orante y de lo que suele llamarse «gobierno» de la Iglesia”[xix].
Vemos, pues, que tampoco en Ratzinger se trata de anular la distinción conceptual entre poder de orden y poder de jurisdicción, ni de subsumir éste en aquél, sino de matizar tal distinción a partir de un renovado énfasis en las necesarias interconexiones entre ambos términos. No riñe Ratzinger con el hecho de que el poder de jurisdicción, entendido como determinación de competencias, proviene inmediatamente del Papa, pero resalta que tiene también una raíz ontológica-sacramental mediata que no puede perderse de vista.
Tampoco vemos, a decir verdad, el tal “error” en las citas de Mansini y Corecco que nos fueran suministradas como “evidencia” adicional. Mansini señala que la consagración episcopal es como un “llamado a la jurisdicción”, esto es, confiere apenas un “poder básico de gobernar” y una “expectativa” de adquirir la jurisdicción o el poder administrativo sobre la Iglesia particular en cuestión, “haciendo adecuada” tal adquisición. ¿Cómo no ver en estas palabras una distinción conceptual entre aquello que deriva del sacramento (poder básico, expectativa) y la jurisdicción propiamente dicha, en la línea de cualificación ontológica/potencia vs. habilitación del ejercicio/actualización? En cuanto a la cita de E. Corecco, la encontramos francamente descontextualizada e insuficiente para realizar un análisis adecuado[xx].
En suma, de lo hasta aquí expuesto podemos concluir que el primer “error” atribuido a la eclesiología (post)conciliar se encuentra sencillamente ausente, tanto del mismo CVII como de los escritos teológicos de Ratzinger, y su formulación corresponde más bien a un sesgo interpretativo de ciertas reflexiones de tinte tradicionalista (cfr. De Mattei, FSSPX)[xxi].
Notas
[i] A lo cual se añade, obviamente, el carisma de la infalibilidad para ciertos actos del magisterio pontificio.
[ii] En realidad se trata de la Lumen Gentium.
[iii] Cfr. entrevista del
dr. Edmund Mazza con Patrick Coffin: https://www.patrickcoffin.media/is-benedict-xvi-still-the-pope/.
[iv] A la vez que se nos habla de “las crisis y los problemas” en la “Iglesia conciliar” (entrevista del dr. Edmund Mazza con John-Henry Westen: https://www.youtube.com/watch?v=kHSkC2j5lPY&t=3048s), se nos dice: “los documentos del Vaticano II están disponibles para tomarlos, ¿verdad? ¿Cuál es la interpretación adecuada de ellos?” (https://www.patrickcoffin.media/is-benedict-xvi-still-the-pope/).
[v] Entrevista del dr. Edmund Mazza con Timothy Flanders: https://www.youtube.com/watch?v=OeTnTN6h1yI&t=5044s.
[vi] Ibídem.
[vii]https://www.edmundmazza.com/2021/04/21/leave-the-throne-take-the-ministry-the-sacred-powers-of-pope-emeritus/ (negrillas nuestras). Es interesante notar que, justo antes de esta referencia de De Mattei, el dr. Mazza acude a Mons. Fredrik Hansen, como si entre uno y otro hubiese plena continuidad, cuando, según las palabras citadas de Hansen, no fueron los documentos mismos del CVII, ni los actos magisteriales y disciplinares subsiguientes, sino la corriente teológica de Ratzinger et al., la fuente de la supresión de la diferencia entre poder de orden y poder de jurisdicción.
[viii]https://www.youtube.com/watch?v=OeTnTN6h1yI&t=5044s. Negrillas nuestras.
[ix] Ibídem. Negrillas en el original.
[x] Y no sólo esto, sino también una ruptura entre la Iglesia Católica y lo que ha dado en denominarse la “Iglesia conciliar”. No se ve cómo semejantes posturas puedan ser compatibles con el dogma de la indefectibilidad de la Iglesia.
[xi] Llevados el absurdo y la obstinación al extremo, este mito postula incluso que la “hermenéutica de la continuidad” es una manifestación de “hegelianismo”. Sin palabras…
[xii] RATZINGER, Joseph. El Nuevo Pueblo de Dios: Esquemas para una Eclesiología. Barcelona: Herder, 1972, pp. 100-102. (Negrillas nuestras). Disponible en: https://portalconservador.com/livros/Joseph-Ratzinger-El-Nuevo-Pueblo-de-Dios.pdf.
[xiii] Ibíd., pp. 243-245.
[xiv] Ibíd., pp. 199-200. Negrillas y subrayas nuestras.
[xv] Afirmación para nada novedosa, que de hecho se encuentra expresamente en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I (CVI): “Esta potestad del Sumo Pontífice de ninguna manera desacredita aquella potestad ordinaria e inmediata de la jurisdicción episcopal, por la cual los obispos, quienes han sido puestos por el Espíritu Santo como sucesores en el lugar de los Apóstoles, cuidan y gobiernan individualmente, como verdaderos pastores, los rebaños particulares que les han sido asignados. De modo que esta potestad sea es afirmada, apoyada y defendida por el Supremo y Universal Pastor; como ya San Gregorio Magno dice: "Mi honor es el honor de toda la Iglesia. Mi honor es la fuerza inconmovible de mis hermanos. Entonces yo recibo verdadero honor cuando éste no es negado a ninguno de aquellos a quienes se debe"” (negrillas y subrayas propias). Cfr. http://es.catholic.net/op/articulos/19352/constitucin-dogmtica-pastor-aeternus.html#modal.
[xvi] La provisión del oficio episcopal mediante nombramiento pontificio es una situación totalmente contingente, de derecho meramente eclesiástico, no de derecho divino. Al respecto, Minakata nos relata brevemente que “la cabeza de la comunidad [el obispo] era provista «hasta el s. V, por un procedimiento complejo, que involucraba a todos los componentes de la Iglesia: el suffragium del pueblo, el testimonium del clero, el iudicium de los obispos de las iglesias vecinas y, en fin, el consensus del metropolita u obispo de la Iglesia-madre»47 47Con el tiempo se restringiría la elección del obispo al clero de la ciudad, luego sólo al capítulo catedralicio por escrutinio o compromiso (cf. CONCILIUM LATERANENSE IV, const. 24, en COD, 246), avanzado el segundo milenio, el Papa iría sustituyendo a quienes tenían facultad para proveer el oficio”. MINAKATA URZÚA, Claudio. Naturaleza y efectos de la misión canónica en la organización eclesiástica. Trabajo de Grado, Doctorado en Derecho Canónico. Pamplona: Universidad de Navarra, 2015, p. 160. Disponible en: https://fdocuments.es/document/misin-cannica-en-la-organizacin-eclesistica-universidad-de-navarra-facultad.html?page=27.
[xvii]Lumen Gentium: n. 20-27 y Nota Explicativa Previa, n. 2a y NB. https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html. Énfasis nuestro.
[xviii] Cfr. Pío XII: Mystici Corporis Christi, Ad Sinarum Gentem, Ad Apostolorum Principis, Allocutio ad parochos urbis et concinatores sacri temporis quadragesimalis: De exponendis symboli apostolici veritatis, Allocutio ad Prelatos Auditores ceterosque Officiales et Administros Tribunalis S. R. Rotæ necnon eiusdem Tribunalis Advocatos et Procuratores. Juan XXIII: Allocutio in concistorium secretum habita.
[xix] RATZINGER, El nuevo…, Op. Cit., pp. 197-198, 200, 215-216, 245. Las negrillas y subrayas, y el texto entre corchetes, son nuestros.
[xx] Y, en todo caso, si lo que la segunda teoría del “error sustancial” que estamos examinando busca demostrar es una equivocada concepción eclesiológica de parte de Ratzinger, ¿cuán determinante podrá ser la citación de otros teólogos (independientemente de que puedan pertenecer a la misma “escuela”)?
[xxi] Y es que, además, ¿cómo podría sostenerse, mientras los documentos del CVII estén vigentes, que quien defienda sus enseñanzas (como lo hace Ratzinger) se encuentra en situación de “error sustancial”? ¿Cuál sería entonces el referente adecuado para la valoración de las posiciones eclesiológicas existentes en torno a un tema espinoso y debatido a lo largo de los siglos, como lo es justamente el de las relaciones entre el poder de orden y el poder de jurisdicción?
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