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Colombia: ¿una ‘Gran Luz para el mundo’?

Foto del escritor: Edwin Botero CorreaEdwin Botero Correa

Actualizado: 18 ene

“Arrebatar” el privilegio y prepararse para asumir la responsabilidad


En la década de los 90 del siglo XX y en la primera del siglo XXI, el ya fallecido predicador católico inglés John Rick Miller, dijo: “De Colombia saldrá una gran luz para el mundo”. Sus palabras se basaban, según citaba, en alguna de las visiones proféticas de la mística francesa del mismo siglo XX, Marthe Robin, quien al parecer lo habría precisado.


Desconocemos cuál o quién haya sido la fuente de información del señor Miller, así como la visión exacta, el texto y el fragmento de este anuncio, atribuidos a dicha mística. Aunque en internet no ha sido posible verificar la procedencia ni la veracidad de tal información, en Colombia hay una sede de los llamados “Foyers de Charité” fundados por ella en Francia, hoy extendidos por el mundo, y es muy posible que de allí proceda tal atribución.


No obstante, del anuncio hemos tomado los colombianos tan fervorosa nota, que –incluso si no hubiese estado dirigido a Colombia, país Católico, de gentes piadosas y nación orante por excelencia– nuestra fe, expectativas y disposición, de todas maneras le habrían arrebatado al Cielo la sede olímpica de semejante promesa de luz para el mundo.


De modo que, aunque la nuestra sea una patria colmada de cenagales, de oscuridades ancestrales y desconciertos axiológicos, el granito de mostaza de la fe ha sido fecundado y comienza a dar sus frutos.


El primer milagro ha sido el de enraizar en nuestro suelo, arrebatándole un espacio a la maraña social y de costumbres que ahogan todo intento de florecimiento que pretenda ser más noble que el de la mera lucha por la supervivencia. El segundo consiste en que algunos, a pesar de sus afanes, han reparado en el hecho y se han planteado la posibilidad de una alternativa diferente al mesianismo político que haga posible pasar de una selva espesa a una dehesa poblada de pasturas, de frutales y de jardines ornamentales. Y el mayor de todos consiste en que por fin nos hallamos ante una posibilidad real: la de sobreponernos a la mentalidad que nos aqueja de que un sino de desgracia se cierne inamovible sobre nuestra patria y que, por lo tanto, estamos "condenados a cien años de soledad" y "no tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra".


Aunque sea, pues, mediados inicialmente por la expectativa de obtener una escapatoria escatológica, en nosotros ha arraigado la esperanza cierta de que podemos hacerlo a conciencia, comprometidos y con un mérito al menos espiritual de nuestra parte; de un modo heroico, porque la causa y el propósito hacia el que apuntan demandan una motivación trascendente y un esfuerzo que, de otra manera, nadie estaría dispuesto a acometer.


A pesar de ello, y de que en Colombia se haya conformado este silencioso e invisible pero incontenible ejército de personas orantes y dispuestas, en la superficie las cosas se ven distintas y parecen haber llegado a una encrucijada que tiene a una vasta mayoría de nuestros nacionales sumidos en la incertidumbre y a otros vociferando sus “luchas y conquistas populares e ideológicas”.


En contra de nuestras expectativas bien intencionadas, e incluso de nuestra preparación para asumir la misión de llevar la luz al ámbito de las más remotas oscuridades del orbe, nos topamos de bruces con la realidad: el acceso de Gustavo Petro al solio de Bolívar, así como su caótico estilo de ‘gobierno’ y su consecuente “desempeño”; esto es, los feroces alaridos de la bestia del comunismo que ruge mientras pugna por tomarse definitivamente el alma de nuestra nación.


Una sencilla verdad bíblica nos lo pone de presente: “Según sea el gobernante serán sus ministros” (Eclesiástico 10, 2). Nos hallamos, pues, de cara al primer y más auténtico desafío: en donde primero se ha de librar la batalla espiritual y se han de romper las tinieblas, es aquí en nuestro propio suelo.


Y, en medio del caos, ¿hacia dónde vamos?


Pero vamos un poco más atrás en los hechos, para identificar algunos antecedentes. El escenario fue preparado con antelación cuando, en nombre de la “Paz”, se cometió el peor prevaricato de nuestra historia convocando a un plebiscito que intentaron amañar de todas las formas posibles, para finalmente desconocer y torcer la explícita Voluntad Popular, la del Constituyente Primario, que significó la peor traición a la Patria y que trajo como consecuencias la claudicación del Estado de Derecho y el ascenso de una izquierda beligerante y de terroristas impunes a prácticamente todas las instancias del poder, cooptando así las instituciones y las auténticas vías democráticas.


Pese a los muchos indicios de violación de las normas electorales y de la alta posibilidad de fraude, su presunta elección como ‘Presidente’ aún no ha sido debidamente auditada ni ha habido una fiscalización adecuada por parte de los órganos de Control, de las autoridades electorales ni de los Tribunales competentes. Luego de conocerse la violación de los topes de campaña según lo estipula el artículo 109 de la Constitución Política de Colombia, hoy cursa una demanda de pérdida de la investidura por indignidad, que debe resolverse mediante un Juicio Político en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes; ésta fue interpuesta por el prestigioso jurista Dr. José Manuel Abuchaibe, quien ha debido interponer –además– una acción de tutela para destrabar la manipulación de la que ha sido objeto el proceso por parte de quien preside dicha Comisión.


Desde el principio de su ‘gestión’, y en unas incontenibles locuacidad y verborragia mediáticas, el personaje de marras ha saltado de la dialéctica, el materialismo histórico, el ateísmo, la concepción de la persona reducida a un simple individuo sujeto al Estado, el indigenismo, la ideología de género y el globalismo, hasta los delirios ecologistas. Amparados en teorías falaces, él, sus áulicos y sus ministros, insisten y nos impelen a extrañas ideas como la abolición de la tipificación penal de la criminalidad –dejando de considerar delito a lo que lo es–, una justicia pueril, un presunto “perdón social”, una quimérica “paz total” de indultos impunes y salario mensual, el abandono del uso de los recursos energéticos según infundadas pero extremadamente peligrosas hipótesis de decrecimiento económico hasta llegar al absurdo de no producir y de dejar de alimentarnos con las proteínas animales necesarias, en especial la carne, para consumir insectos...



La situación empeora ante sus iniciativas, avances y desempeño. Quien hasta el momento ostenta la Primera Magistratura de la Nación, además de tales delirios, profesa y promueve las ideas propias de la izquierda radical, es decir, del comunismo más recalcitrante y del Marxismo Cultural”, así como las de un falaz “progresismo”. Y lo ha hecho siguiendo un itinerario tan chocante y desgastante, como bien definido: desde sus desvaríos en materia de política exterior hablándole al mundo con aires mesiánicos, su alineación con grupos terroristas y sus frecuentes y largas ausencias, hasta el reclamo al interior de “facultades extraordinarias” que preocupan no sólo por el afán y el “mensaje de urgencia” con el que las solicita para dar trámite a sus propuestas sino por sus actitudes delirantes y sus ímpetus dictatoriales, ahora bajo la presunción de una ‘paz total’ –que en la práctica se traduce en impunidad total–, de una Constituyente y de la supuesta necesidad de una declaratoria del estado de Conmoción Interior en las regiones en donde campean a sus anchas los beneficiarios de diálogos, de dicha ‘paz’ y de la inmovilización del Ejército Nacional.


De modo que el desconcierto es total. Y, en lo profano, el resultado electoral y la seguidilla de aberraciones hechas y las que se anuncian para hacer, chocan con la confianza que gran parte de los colombianos han mantenido en una frágil pero sostenida estabilidad y tradición democráticas.


Ahora bien, en el ámbito de la fe, las actuales circunstancias parecen contradecir las expectativas de los creyentes, basadas en las ya referidas visiones de la mística francesa Marthe Robin y en las presuntas “promesas” contenidas en ellas para nuestra nación.


El contraste entre el caos social y la expectativa de una promesa mística


Así que volvemos la mirada al principio: a ese “pequeño resto” que libra una batalla descomunal en medio de la oscuridad reinante y que logra mantener encendida la antorcha de la esperanza pasando de uno en uno la diminuta chispa de su fe, su semilla de mostaza.


Reiteramos: según las revelaciones citadas por el predicador católico inglés John Rick Miller: “De Colombia saldrá una gran luz para el mundo. Anuncio que éste, además, complementó citando palabras atribuidas por él a Dios Padre: “Colombia es la gran isla de la Luz”; y a partir del cual refirió que nuestra nación jugaría un papel especial en la restauración de la fe y en la promesa del triunfo del Inmaculado Corazón de María anunciados en Fátima. Promesa de la que muchos se han hecho eco –como dijimos– y cuya expectativa no sólo ha permeado sino incluso transformado la vida de bastantes personas.



Precisamente, son esas expectativas –tanto las sociales e históricas como las de la fe– las que nos llevan a plantear el interrogante: aunque lo ocurrido y el actual panorama –que parecen no tener solución y se ven como un desafío insuperable– chocan con estas presuntas “tradición” y “estabilidad”, ¿realmente contradicen dichas visiones y promesas? La respuesta, a todas luces, pareciera ser un rotundo: nos dejamos ganar de un falso optimismo, y nos tomaron por asalto...


El impacto y el estado de “shock” son evidentes, debido al descuadernamiento político e institucional que estamos viviendo. Pero los colombianos –en especial los creyentes– no se arredran ante la embestida y, en cambio, resisten aferrados a la fe y también a la razón; pero, sobre todo, a la oración, al sacrificio, al ofrecimiento y al recto obrar.


La Colombia Católica, Creyente y Cristiana de hoy, conformada por ciudadanos honestos, íntegros y firmes, acrisolados en la dificultad y curtidos en las refriegas ideológicas, en medio del terrorismo y de la fragilidad del orden público, ha aprendido a salir adelante y a no dejarse engañar, porque conoce bien los cantos de sirena y las mentiras con las que el lobo rapaz, disfrazado de oveja, viene a usurpar la democracia y a debilitar el Estado de Derecho para instaurar en su lugar el totalitarismo y acabar con las libertades fundamentales en nombre de una presunta pero mentirosa y contradictoria “igualdad”.


Para corroborarlo, conviene dar un vistazo a nuestra historia y, además, contrastarla con las expectativas de unos y de otros, para así entender mejor el porqué de esta aparente paradoja: que pueda haber luz y, en especial, que pueda salir y proyectarse en medio de tanta oscuridad. ¿Podremos esperar realmente que ésta surgirá y disipará las tinieblas que hoy nos envuelven...?


Un poco de historia: una estabilidad con altibajos


Lo que en la historia de Colombia asumimos como “tradición” y “estabilidad” democráticas, ha sido la expresión de una incipiente madurez, un tanto esquiva y aún no conquistada plenamente, quizás por nuestra propia idiosincrasia, pero que –por lo mismo que hemos anticipado unas cuantas líneas arriba–, podríamos conjeturar se encuentra ya cercana. Lo que le falta a dicha estabilidad es lo que aún nos queda de madurez espiritual, humana y racional por conquistar para encontrar la verdadera Paz.


Tal vez sea ese vacío que aún persiste en nuestro talante lo que ha favorecido que los disensos, normales en toda sociedad libre, hayan degenerado en inestabilidades que –atizadas en el fragor de esa inalcanzada madurez humana, social y política– han desembocado a su vez en conflictos que nos han traído períodos de violencia con distintos acentos y matices: desde los “independentistas”, pasando por los de “secesión”, los “partidistas”, los “liberacionistas”, los “narcoterroristas” y, por último, los “urbanos” que se han disfrazado bajo la apariencia de una presunta expresión de «inconformidad social».


Así venimos desde el llamado período de “La Patria Boba” hasta el paso por la “Guerra de los Mil Días”, los diez años de violencia después del “Bogotazo” y, finalmente, el terrorismo y la violencia urbana delincuencial y vandálica. Detrás de todas estas formas de violencia ha habido siempre un sustrato ideológico y una disonancia cognitiva con los que se ha pretendido justificarlas, al menos por parte de sus ejecutores o “actores”, es decir, de quienes las han promovido y protagonizado.


Acrisolados para fraguar en la madurez humana y espiritual


Pero en el logro de la frágil estabilidad que las ha seguido y que paulatinamente ha ido consolidando esa “tradición” democrática que nos ha caracterizado en las últimas décadas aún en medio de las dificultades, siempre ha habido un pueblo que nunca ha dejado de hacer dos cosas: rezar y trabajar. Prácticamente ningún colombiano –excepción hecha de los delincuentes–, en su propia tierra o en el exterior, ha dejado jamás de encomendarse a Dios y de cumplir su sagrado deber de ganarse el pan con el sudor de su frente.


Quienes lo vivimos de modo particular en Medellín lo sabemos bien desde el primer atentado terrorista que se cometió en el país.


Sí, el primer “carro bomba” que estalló en Colombia lo hizo explotar la guerrilla del ELN en el barrio Buenos Aires de Medellín, a las cinco de la madrugada, frente al Batallón Bomboná, en los suburbios hacia las montañas del oriente, cerca al parque Arví y en las goteras del Corregimiento de Santa Elena, famoso por los Silleteros. La explosión resonó y se sintió con fuerza en toda la ciudad, también al costado occidental, en el que la onda hizo retumbar los techos y vibrar con fuerza las celosías de las ventanas que predominaban entonces para hacer circular el aire y atenuar el calor en los veranos, y para cortarle el paso a los vientos y al frío de la noche en los inviernos lluviosos.


Los habitantes de la que en aquel tiempo era una creciente pero tranquila ciudad con hábitos y costumbres de pueblo, lo percibimos como un estallido apocalíptico, pues superaba con creces a los de las polvorerías clandestinas que cada tanto hacían volar alguna casa y dejaban un saldo trágico en vidas entre familias dedicadas a la actividad, a sólo unos pocos meses o días antes de la Navidad. Pero con éste, las devastadoras consecuencias sociales vinieron cuando, paulatinamente, comenzamos a afrontar una realidad extraña que sólo habíamos visto en el cine europeo y en algunos noticieros con sus versiones de los conflictos en los que predominaba el terrorismo urbano, como en España con la ETA, en Irlanda con el “IRA”, en Italia con las “Brigadas Rojas” o en el Oriente Medio con la “OLP”. A partir de entonces nos fuimos habituando a la parafernalia de vehículos blindados que se abrían paso con sirenas y comandos con motocicletas de alto cilindraje y velocidad, a los que seguía una escolta de carros oficiales, policiales y militares en un desfile interminable.


Sí, los medellinenses y el resto de los colombianos lo sabemos bien por este antecedente y desde cuando se desataron de manera abierta las “guerras” del narcotráfico: primero, la de los carteles de la droga que, gracias al cartel de Cali, trajeron por segunda vez un estruendoso despertar con el que se rompería definitivamente la tranquilidad de la ciudad: el atentado al emblemático edificio “Mónaco” en el que vivía el tristemente célebre jefe del cartel de Medellín, Pablo Escobar, con su familia y sus colecciones fantásticas de carros y de motos, de obras de arte y objetos exóticos. A partir de entonces se instauró una creciente oleada de atentados terroristas entre carteles, a la cual siguieron los que este último emprendió contra el Estado con la inédita y brutal furia que debimos ver y padecer.


Luego vinieron la retaliación de “Los Pepes”, acrónimo que designaba a un grupo autodenominado “Perseguidos por Pablo Escobar”, y la reacción del Gobierno en persecución de los “Extraditables”, quienes además habían desafiado a la institucionalidad haciendo sentir su poder y capacidad de “arrodillar” a la sociedad mediante el secuestro de magistrados, parlamentarios y periodistas o los atentados y asesinatos de funcionarios gubernamentales como ministros, jueces, policías o investigadores.


Fue así como vivimos una anticipada y sangrienta expresión de “la dialéctica”, de una encarnizada “lucha de clases” en la que el dinero, el poder y la soberbia quisieron imperar sobre la nación, y de la cual aún padecemos muchas secuelas que esperamos no sean más que los balbuceos arrogantes de sus últimos estertores.


Desde entonces –sin importar la hora del estallido que hiciera retumbar las casas, ni el lugar o su intensidad–, los colombianos, quizá superficialmente amparados en los escasos rescoldos que aún ardían de nuestra fe, le encomendábamos a Dios el día, la vida y la familia, nos persignábamos y salíamos a trabajar. Quien esto narra, fue testigo de al menos dos atentados acaecidos a escasos segundos y unas pocas cuadras adelante de su ruta habitual para ir al trabajo, alrededor de las 6:30 de la mañana.


El primero ocurrió en la Avenida San Juan con la carrera 73, a las puertas del entonces Teatro “Rívoli”, que literalmente lo demolió, y cuya onda aventó casi 40 metros hasta la parte de atrás de los locales de comercio aledaños a quienes allí se encontraban, entre ellos un vecino que con los ahorros de toda la vida hacía poco había abierto una ferretería en este dinámico y próspero sector. El segundo ocurrió en inmediaciones del Velódromo Municipal: quienes nos desplazábamos unas cuadras antes por la canalización de la calle 47 antes de llegar a la carrera 73, en el mismo sector de La América y El Estadio, oímos una explosión fuerte y seca, a la cual siguió un hilo de fuego delgado que alcanzó unos diez metros de altura, suficientes para ser observado desde cierta distancia; al pasar junto al lugar sólo se veían el desastre y la conmoción, que se hicieron más vívidos en el recuerdo cuando al arribar al trabajo –y aún sin sobreponernos al impacto– supimos por las noticias que éste fue el que cobró la vida del Gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur.


Paradójicamente, fue muy cerca de estos dos lugares –y entre ellos, configurando un triángulo–, entre las calles 44 y 47, y entre las carreras 73 y 79, en el mismo sector comprendido entre La América y El Estadio, en Medellín, en donde fue dado de baja y cayó Pablo Escobar sobre el tejado de una vivienda, algunas cuadras arriba por la misma canalización de la Quebrada “La Hueso”, cuyo nombre se debe a que en la antigüedad en sus orillas se hacía jabón con huesos de ganado.


Después de tan azarosas jornadas, y bajo el peso abrumador de los “toques de queda” que mediante rumores anunciaban “Los Extraditables” con amenaza de muerte para quienes estuvieran fuera de sus viviendas después de las ocho de la noche, al llegar a la casa en la tarde dábamos gracias a Dios. En las noches, pese a la zozobra que producían los ruidos de los helicópteros del bloque de búsqueda y las desafiantes balaceras con las que en algunas ocasiones los sicarios cumplían sus amenazas y hasta derribaron casas y mataron oficiales, las gentes intentaban entregarse a un descanso físico que, pese a la ansiedad, les mantenía con la fuerza y la entereza para salir al otro día, cada nuevo día, y así todos los días, a afrontar su “destino”, es decir, su obligación, como se entiende y se estila decir en Antioquia. Lo mismo pasó en Bogotá y en otras regiones del país, y la manera de asumirlo se convirtió en un patrimonio espiritual común de los colombianos.


Como podrá comprenderse, la sensación de desolación que estos hechos producían sólo podía ser compensada con fe, en un mundo “sin Dios ni ley”, y con esperanza, aún a pesar de las fatalidades que parecían juntarse y empeñarse en cerrar el horizonte de un sano porvenir a quienes procuraban alcanzarlo trabajando.


De “la Mano de Dios”...


De la Mano de Dios, los ciudadanos de a pie, los “no actores” del drama de la violencia, no dejamos de cumplir con nuestros dos primeros y sagrados deberes: rezar y trabajar. Porque pese a esta cruenta historia humana, no nos han faltado jamás el abrigo, la protección y la manifiesta bondad de la Providencia Divina. Así ha sido, y se hizo patente cuando Colombia fue consagrada al Sagrado Corazón de Jesús pidiendo la terminación de la “Guerra de los Mil Días”, que tuvo lugar, justamente, cuando para tal fin se inició la construcción del Templo del Voto Nacional, dedicado como Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en 1902.


De modo, pues, que el resultado electoral, en el que una izquierda globalizada, violenta y beligerante, fiel a sus postulados y a su habitual proselitismo, ha demostrado estar dispuesta a movilizar las expectativas y anhelos de los jóvenes hacia lo que exhiben como “nuevos derechos y realidades”, y que hacen mediante una cada vez más virulenta proclamación de ideologías antinaturales e inhumanas como el homosexualismo, el aborto y la eutanasia, con actos de vandalismo, ataques a la fuerza pública y quema de templos, entre otros, por más desconcertante que resulte y por más incertidumbre que genere, no es ajeno a las distintas situaciones y vicisitudes por las que ha pasado anteriormente nuestro país y que recientemente hemos vivido los colombianos.


La paradoja está sobre la mesa: ante tan desgarradora trayectoria nacional y el cuello de botella al que las falacias de liberación nos han conducido hoy, podemos preguntar, parafraseando a Natanael, quien al oír sobre la procedencia de Jesús, cuestiona:

«¿Puede algo bueno salir de Nazaret?» (Juan 1, 46).

¿Puede algo bueno salir de Colombia? ¿Realmente podemos esperar y creer que sea posible que De Colombia saldrá una gran luz para el mundo”? Tal vez la respuesta que éste recibe –en el mismo versículo– nos sirva a nosotros como guía:

«Felipe le dijo: “Ven, y ve”».

Los Creyentes: de la prueba, hacia una Fe activa y una Esperanza cierta


Para responder adecuadamente, conviene reiterar la pregunta previa: ¿lo ocurrido contradice dichas expectativas así como las referidas visiones y promesas? Y siguiendo a Felipe en su respuesta: “Ven, y ve”, nos atrevemos a decir: luego de lo narrado, y vista la paciencia y bondad de Dios con nuestro país, tenemos ya bastante claro que absolutamente no, no las contradice. Y ello abre la posibilidad de que, efectivamente, este sustrato de Piedad y de santo Temor de Dios, aunque tal vez encarnado en apenas “un pequeño resto”, produzca los frutos necesarios para hacer de Colombia “la gran isla de la Luz” de la que habló el señor John Rick Miller.


Esta es una esperanza cierta, sellada por Dios mismo en diversas ocasiones y lugares a lo largo de la Historia Sagrada, como ocurrió con Nínive (Jonás 3, 10), entre otros reinos y ciudades y, siglos antes, con Sodoma y Gomorra que por apenas un puñado de justos se hubieran librado de la destrucción, pero de la cual rescató a Lot, el sobrino de Abraham, y a su familia (Génesis 18, 16-33).


«Vio Dios lo que hicieron, convirtiéndose de su mal camino, y arrepintiéndose del mal que les dijo había de hacerles, no lo hizo». Jonás 3, 10
«Todavía Abraham: “Perdona, Señor, sólo una sola vez más: ¿Y si se hallasen diez justos ?” Y le contestó: “Por los diez no la destruiría”». Génesis 18, 16-33

Sopesando la historia del antiguo pueblo de Israel y la del nuevo Pueblo de Dios representado en los fieles, esto es, amparados en los hechos de la historia que dan cuenta de la Misericordia Divina, podemos enfocarnos en la expectativa que nos concierne asumir como creyentes: la Esperanza Cristiana. Una virtud –teologal, por demás– y, como tal, expresión justa de un sano equilibrio y, sobre todo, de realismo.


El Papa Benedicto XVI insistía en una actitud:

“Debemos aprender a leer los acontecimientos de la vida en la perspectiva de la Fe”.

Con Fe, no con fideísmo. Siguiendo este razonamiento, podemos decir que más bien se trata aquí del inicio de la Prueba de Fe necesaria para la purificación de esta tierra y de este pueblo amados de Dios.


¿Acaso pensamos que la Promesa se realizaría así nada más, sin cooperación ni mérito alguno de nuestra parte? Dios nos quiere maduros, humanamente, y de manera especial en la Fe: una Fe capaz de obtener lo que pide y anhela, porque sabe que ello está conforme a la Voluntad del Padre. Y, además, porque el solo hecho de haber sido creados “a imagen y semejanza de Dios”, es decir, Dignos, libres, inteligentes y solidarios, y de ser bautizados, nos hace responsables por nuestro destino.


Lo dijo San Agustín:

“El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

Pero, sobre todo, por una razón de Amor: porque Dios mismo quiere hacernos partícipes de ese logro mediante nuestro esfuerzo y responsabilidad personal, es decir, Él espera que le correspondamos como lo estipuló el Papa Juan Pablo II: “Animando cristianamente el orden temporal” y “participando en la construcción del bien común”.



Cooperar con el Plan de Dios y persistir sin perder la Esperanza


Así que por ello no podemos estar de acuerdo con la actitud de quienes afirman que “ya dieron «la batalla espiritual», y que «triunfó el demonio»”. Pues no. Esto apenas comienza y esta no es más que una escaramuza: difícil, sí, pero la batalla no ha terminado y la victoria está reservada a Dios. ¿Por qué habríamos de darnos por vencidos? ¿Y por qué hacerlo antes de ir a la auténtica batalla, que es tanto espiritual como social?


Así como el pueblo de Israel debió conquistar la Tierra Prometida –y a ella sólo entraron dos de todos los que salieron de Egipto–, nosotros debemos «derribar las murallas de Jericó» manteniendo un cerco de oración y persistiendo en el combate espiritual, pero también asumiendo nuestra responsabilidad y poniendo todo el empeño y los medios humanos necesarios a nuestro alcance para conquistar una auténtica libertad humana y social, esa que se funda en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Romanos 8, 21). Pues Lo que hace a un ser humano verdaderamente libre es el conocimiento de la verdad (Pbro. Gian Claudio Beccarelli Ferrari. Ver aquí).



Nos asisten razones de peso para hacerlo: a diferencia del pueblo del éxodo, nosotros tenemos al Cordero Pascual por excelencia, a Jesús, que se nos ha dado enteramente con Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía y que obra en nosotros mediante la Gracia Sacramental, Santificante, por la acción de Su Santo Espíritu. Por ello, mediante la Fe, avivamos la Esperanza.


¿Cómo? Así como lo hicieron el rey y el pueblo de Nínive, y como lo indicó la Santísima Virgen María en Fátima: con actos ciertos de arrepentimiento, conversión, penitencia, ofrecimientos y reparación al Sagrado Corazón de Jesús por nuestro país. Y todo ello a través de y mediante la Santa Misa, la Confesión, la Comunión, el Santo Rosario, la Coherencia y Unidad de vida, y las Obras de Misericordia y de Caridad espirituales y corporales.


La validez y eficacia de La Consagración a los Sagrados Corazones


Recordemos cómo, en medio de las vicisitudes y tribulaciones por las que ha pasado nuestra nación, siempre nos ha cubierto y protegido con paternal amor el manto de la Divina Providencia. Y esta protección se acrecentará en la medida de nuestra Fe y Confianza en Ella. Por ello hemos de cultivar una sana y gozosa Esperanza (Romanos 12, 12).


Como ya quedó expuesto, la eficacia de la Consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús –pese al sarcasmo con el que algunos se refieren hoy a ello– es incuestionable y, además, una evidencia histórica. Así mismo, tienen hoy plena validez y están vigentes las renovaciones de dicha Consagración hechas por nuestras autoridades eclesiásticas y civiles, tanto como la sujeción de nuestras autoridades militares al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María.


Nuestros refugios seguros son y están allí: el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María y, mediante éste, el Sagrado Corazón de Jesús, a los cuales –reivindicamos– ha sido consagrada Colombia. Sobre ello no debe haber la más mínima sombra de duda. Esta es una certeza insoslayable, que no sólo consuela sino ayuda a sobreponernos a la incertidumbre y al desconcierto iniciales ante las realidades de nuestra historia.


Por ello invocamos, impetramos y esperamos que la Llama de Amor de los Sagrados Corazones arda, se extienda, envuelva y toque a cada uno de los colombianos y de los habitantes de nuestra Patria con su Luz, su Fuego y su Gracia, hasta extinguir el mal. El camino es la consagración personal y la de cada familia.


Confiamos en las Promesas del Sagrado Corazón de Jesús, y esperamos anhelantes –pero no pasivos– el Triunfo del Inmaculado Corazón de María. Y las renovamos cada Primer Viernes de mes, día que la Iglesia ha dedicado a la Devoción Reparadora al Sagrado Corazón de Jesús, y cada Primer Sábado, dedicado a la Devoción Reparadora al Inmaculado Corazón de María. Pero no como unas devociones más entre tantas, sino como un llamado y una respuesta al Amor, a Su Amor.


Un llamado Suyo, es decir, del mismo Señor; y una respuesta nuestra al Don incomprendido de Su Amor. El Señor espera, al menos, un atisbo de reciprocidad por parte de quienes nos decimos “creyentes” y, por lo tanto, sus discípulos, sus seguidores, sus fieles...


Confianza en Jesús y en Sus Promesas


La Iglesia no sólo ha instituido la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, sino –como dijimos– la devoción reparadora de los Nueve Primeros Viernes de Mes, atendiendo a las promesas dadas por el mismo Jesús a quienes lo hagan con fe. Las ha estipulado después de estudiar y de aprobar las distintas revelaciones privadas dadas por el propio Señor, particularmente en Francia y en España, a Santa María Margarita de Alacoque y a Sor Josefa María Menéndez, respectivamente, ante los ultrajes, sacrilegios e indiferencias que recibe en cambio de Su Amor incondicional por nosotros.


Desde mucho antes de la profecía dada a Marthe Robin, “en una de las revelaciones que recibió Santa Margarita María Alacoque, Jesús le entregó 12 promesas para los devotos de su Sagrado Corazón”. Esto ocurrió en mayo de 1673. “Según escribió la santa, en sus promesas está encerrado el gran misterio del amor de Dios”:


«Jesús me mostró cómo esta devoción es, por así decirlo, el esfuerzo final de su amor, el último invento de su caridad ilimitada».

La santa también cuenta:


«Me hizo ver, que el ardiente deseo que tenía de ser amado por los hombres y apartarlos del camino de la perdición (…) le había hecho formar el designio de manifestar su Corazón a los hombres, con todos los tesoros de amor, de misericordia, de gracias, de santificación, y de salvación que contiene, a fin de que cuantos quieran rendirle y procurarle todo el amor, el honor y la gloria que puedan, queden enriquecidos abundante y profusamente con los divinos tesoros del Corazón de Dios».

Es así como la Providencia Divina ha estipulado que, quienes «quieran rendirle y procurarle todo el amor, el honor y la gloria que puedan, queden enriquecidos abundante y profusamente con los divinos tesoros del Corazón de Dios». Y este es el fundamento de la expectativa de Fe que los colombianos nos hemos tomado tan en serio, y que ha movilizado a un verdadero ejército de almas, haciendo de la nuestra una Nación atenta a Sus Designios, orante, confiada y consagrada al Corazón de Dios.


Un pueblo que –como reza nuestro Himno Nacional– espera cantar: «Cesó la horrible noche», luego de que «En surcos de dolores el bien germina ya», porque acepta y «comprende las Palabras del que murió en la Cruz» y, en consecuencia, está ya en condiciones de recibir y de proyectar Su Luz.


Pues bien, ese anhelado momento ha llegado. Es hora de poner la Luz en alto para que resplandezca e ilumine a cuantos la vean.



Las 12 promesas del Sagrado Corazón de Jesús:


  1. Daré a las almas devotas, todas las gracias necesarias para su estado de vida.

  2. Voy a establecer la paz en sus hogares.

  3. Voy a consolarlos en todas sus aflicciones.

  4. Voy a ser refugio seguro en la vida y, sobre todo, en la hora de la muerte.

  5. Voy a conceder abundantes bendiciones, sobre todo a sus empresas temporales y espirituales.

  6. Los pecadores encontrarán en Mi Corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia.

  7. Las almas tibias se harán fervorosas.

  8. Las almas fervorosas alcanzarán mayor perfección.

  9. Bendeciré a cada lugar en el que se exponga y se venere una imagen de mi Sagrado Corazón.

  10. Daré a los sacerdotes y a todos aquellos que se ocupan de la salvación de las almas, el don de tocar los corazones más endurecidos.

  11. Los que propaguen esta devoción tendrán sus nombres escritos en Mi Corazón, nunca serán borrados.

  12. A los que comulguen el primer viernes de cada mes, durante nueve meses consecutivos, les concederé la gracia de la perseverancia final: no morirán en desgracia mía, ni sin recibir sus Sacramentos, y mi Corazón divino será su refugio en aquel último momento.


Creámoslo, y repitamos con fe viva y esperanza confiada:


¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!





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