«Pero con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. Nadie os engañe en ninguna manera...». 2 Tesalonicenses 2, 1-3
Un ambiente de inquietud y expectativa
Asistimos a una inusitada proliferación de mensajes de corte apocalíptico, así como al desenpolvamiento, rescate, al estudio e interpretación de otros de carácter escatológico y de profecías propias del acervo de la Iglesia que, ante el inquietante decurso de los hechos y el devenir de las sociedades, hoy cobran una especial vigencia.
Lo primero que podemos decir al respecto es que, ante la natural curiosidad, el desconcierto y todas las teorías e hipótesis que se aventuran –desde el asedio de extraterrestres hasta los “saltos cuánticos” de la ‘New Age’–, la curiosidad, no importa lo bien intencionada, se puede tornar morbosa y abrir un apetito desaforado, despertando una ansiedad desordenada que nos sumirá en falaces intentos por desentrañar lo arcano y saber todo lo que a nuestros ojos –y a una presunta nueva “conciencia” que se supone debemos ‘despertar’–, permanece oculto y desconocido.
En el ámbito espiritual, cabe advertir que si bien éstos pueden coadyuvar a despertar, avivar y a robustecer la fe de muchos creyentes que hasta ahora han sido fríos o apáticos, también existe el riesgo bastante cierto de que puedan producir el efecto exactamente contrario: hacerla tambalear desde sus mismos cimientos y derribarla.
De modo que, ante la magnitud del fenómeno, cabe preguntarse: ¿son “malas” las profecías? O dicho de otro modo, ¿hacen más mal que bien? A ello podemos responder con certeza: no, de ninguna manera. No obstante, es necesario –indispensable– discernir, porque no es posible afirmar ni certificar que dichos mensajes, y todo lo que en ellos se anuncia, provienen de Dios; tampoco, que se trate de una profecía; mucho menos, que sea auténtica. Pero, ¿tenemos la idoneidad profesional y la competencia propias del conocimiento y la autoridad para hacerlo?
El Carisma de Profecía
Entre los siete Dones del Espíritu Santo no figura la profecía, tal vez porque ésta obedece más a una misión específica, que aquí explicamos. No obstante, en el habla corriente, solemos referirnos a ella como un “Don”. De modo, pues, que sin adentrarnos a definirlos, sí podemos recabar un poco en lo esencial.
La Profecía ha estado siempre presente entre el pueblo de Dios, primero por parte de Dios mismo, quien se dirige a hombres concretos, de carne y hueso, como Abraham y Moisés, con los cuales hace pactos; y a los profetas, para orientarlo, amonestarlo y advertirlo sobre las consecuencias de su conducta en relación con lo pactado. Jesús mismo profetiza. Y, a partir de Pentecostés, el Espíritu Santo derrama con profusión el Carisma de Profecía.
Como se puede apreciar, ésta procede siempre de una particular Providencia Divina y se ejerce mediante la intervención directa de Una de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, o por disposición suya, a través de ángeles y arcángeles, o de personas como los apóstoles y los santos, en especial la Santísima Virgen María.
De modo que –por lo demás– no se puede entender la profecía sólo como un anuncio anticipado de hechos, sino de éstos como consecuencia de la obediencia o desobediencia, del respeto y la sujeción o no a la Voluntad Divina, explícita en el Decálogo y en los Mandamientos Nuevos dados por Jesús. Tampoco se agota sólo en la denuncia de pecados, delitos e incoherencias. La Profecía auténtica obedece a la necesidad de una amorosa intervención de la Pedagogía Divina para amonestar, corregir, orientar a los creyentes y estimular su fe.
Esto es lo que la hace tan necesaria y estimable, en todos los tiempos, para la Iglesia. A tal punto que San Pablo mismo afirma:
«No apaguéis el Espíritu. Probadlo todo y quedaos con lo bueno». 1 Tesalonicenses 5, 19
“No apagar el Espíritu” significa que no debemos negar la posibilidad de la intervención Divina, de que Dios se manifieste, pues equivaldría a desconocer y a negar la Autoridad que tiene para hacerlo. Conviene evitar apresurarnos, para no limitar, ahogar o entorpecer la acción del Espíritu Santo, poniendo todo bajo un manto de sospecha, afirmando a priori y quizás con irreflexión que quien la dice es un “falso profeta”; o de la misma, que es dudosa, sin más, o negándola de tajo sin un riguroso examen. Siempre hay que ser muy prudentes al hablar de las realidades Sagradas y de las cuestiones cercanas a ellas, para no incurrir en ligerezas o en una blasfemia.
Así mismo, el “probadlo todo” no quiere decir que debamos atender y creer cuanto se nos diga o exponernos a toda suerte de experiencias, sólo porque lo dijo una persona “con muchos dones” o durante un “intenso momento de oración” en un grupo o en la Eucaristía. La Iglesia ha enseñado siempre y claramente que ninguna revelación privada es objeto de fe, ni obliga, ni se exige prestarle asentimiento, ni aun a las dadas por el propio Jesucristo o por la Santísima Virgen María y así reconocidas y avaladas por La Iglesia.
Discernir correctamente
El Depósito de la Fe procede de la Sagrada Escritura como Revelación Pública u Oficial, de la Sagrada Tradición y del Magisterio Eclesial que las discierne y explicita. Precisamente por tratarse de cuestiones de orden sobrenatural que se insinúan abrigadas bajo la presunción de una materia que toca con lo “sagrado”, es por lo que debemos poner a prueba todo aquello que se nos sugiere: ¿Qué clase de prueba? En primer lugar, la de la razón natural y el sentido común: advertencia, precaución y prudencia. Y en el ámbito espiritual y de fe, la de un correcto discernimiento, para establecer si corresponde o no con la Verdad Revelada y con la Voluntad de Dios para su Iglesia.
Mantengamos presente que “todo don perfecto proviene de lo Alto, del Padre de las luces, en quien no hay mudanza ni sombra de confusión” (Santiago 1, 17), y está ordenado a la edificación de la Iglesia. Así pues, la razón de ser de la profecía es, ante todo, contribuir al crecimiento en la fe y a la madurez de vida de los creyentes. Su autenticidad y oportunidad se verifican –reiteramos– mediante un adecuado discernimiento, que conjuga, como mínimo, el ejercicio de tres dimensiones necesarias:
la intelectiva, para comprender lo que realmente se dice;
la teológica, para desentrañar su sentido y si éste es congruente con la Verdad revelada, es decir, con el Depósito de la Fe;
y la Magisterial, para verificar que lo dicho realmente contribuya a la edificación de la Iglesia.
Magisterio y Discrecionalidad: ¿A quién le competen?
Por ello el discernimiento es, ante todo, una función magisterial, propia de los apóstoles –representados en los Obispos y, de manera especial, en el Papa como Vicario de Cristo–, quienes pueden afirmar: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…” (Hechos 15, 28).
En cumplimiento de esta función, la Iglesia ha verificado que no hay contradicción con la Fe en los mensajes de La Sallete, Lourdes, Fátima, Garabandal, Akita, los del Padre Gobby y algunos otros. Estos son un referente seguro, aunque en ellos se contengan anuncios, secretos y advertencias muy serias con respecto a los tiempos por venir e, incluso, referidas a revelaciones apocalípticas.
Consideremos además que, paralelas a estas manifestaciones y advertencias, el Señor nos ha obsequiado con revelaciones místicas y devociones que tienen solución de continuidad con ellas, como la que hay entre las del Sagrado Corazón de Jesús y las de la Divina Misericordia, orientadas a la esperanza y a poner toda nuestra confianza en Él.
Discreción y actitudes: ni desconcierto ni una falsa certidumbre
Por lo mismo, no tiene sentido que ante las profecías nos dejemos arrastrar por la incertidumbre con respecto al futuro, o por una falsa certidumbre con respecto a la consumación de los hechos escatológicos, sumiéndonos en una especie de «adventismo católico», opuesto y ajeno a la verdadera fe.
En primer lugar, porque es el Señor mismo quien nos ha indicado que no nos preocupemos por el futuro, pues depende de la Providencia Divina (Mateo 6, 25.34); y, además, porque “nadie sabe el día ni la hora, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre” (Mateo 24, 36; Marcos 13, 32).
En segundo lugar, porque, como lo advierte San Pablo, es una preocupación insana, que distorsiona el sentido de la realidad y la vivencia de la fe, e induce a las personas a una pasividad irresponsable, a una espera inactiva y a una falsa esperanza (2 Tesalonicenses 3, 6-11). Esta actitud desconcertada ha sido expresamente cuestionada y rechazada en la Sagrada Escritura: fue la asumida por los testigos de la ascensión de Jesús, y les mereció la amonestación de los ángeles:
“¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Este mismo Jesús volverá como lo habéis visto subir…” . Hechos 1, 11
Cooperar con la difusión del Reino
Tales palabras nos amonestan y “aterrizan” –nos vuelven a la realidad– a los creyentes de todos los tiempos, también y especialmente a los del “fin de los tiempos”: nuestro “mirar al Cielo” es un asentimiento a la Verdad, que exige una cooperación activa con su difusión, es decir, con la extensión del Reino de Dios entre los hombres, según nuestro particular estado de vida, esto es, sin hacer dejación de las responsabilidades y de los deberes propios de estado que a cada uno le corresponden.
20 Que permanezca cada cual tal como le halló la llamada de Dios. ... 24 Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en el estado en que fue llamado. 1 Corintios 7, 20.24
Cuando diariamente pedimos “Venga a nosotros Tu Reino”, estamos pidiendo la Gracia y las Gracias necesarias para que Dios actúe en nosotros, para hacer Su Voluntad y, como Jesús, la fortaleza para cumplirla y dar testimonio de La Verdad: para cooperar en la difusión de Su Reino. De esta manera, estamos pidiendo con humildad y renovando con perseverancia nuestra actitud, disposición y compromiso de conversión; reiteramos: de Hacer Su Voluntad, no la nuestra.
Para ilustrar un poco más la necesidad de superar la tentación del desconcierto, es oportuno recordar las palabras dichas por los ángeles luego de la Resurrección a quienes buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro:
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. Lucas 24, 5
Dios debe Reinar Primero en nosotros y en nuestra vida
Ese ha sido, precisamente, el error de muchos que, a lo largo de la historia, han caído en diversas herejías: no tienen, no llevan dentro de sí al Dios vivo, porque no lo reciben realmente, y anteponen sus anhelos y su voluntad al Orden de la Gracia, que es el que permite –a través de los Sacramentos– que Dios entre en nuestro ser y en nuestra vida, y que actúe eficazmente en nosotros, conforme a Su Voluntad.
Y esa es la manera querida por Dios para cambiar el mundo: transformar, transfigurar la vida de las personas “haciendo morada en ellas” y, de este modo, traer Su Reino hasta nosotros.
«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió». Juan 14, 23-29
Cristo resucitó, por lo tanto, nuestra Fe está cimentada en la Esperanza
Como espejo tenemos la actitud de tantas denominaciones llamadas “cristianas” y de otras que, apartadas de la Iglesia, prescinden del magisterio eclesial y valiéndose del libre examen de la Biblia y de parámetros como “Sola Fide”, “Sola Scriptura” y “Sola Gratia” (sola fe, sola escritura y sola gracia) han propalado toda suerte de confusiones haciendo que personas de buena fe acaben siendo arrastradas por “cualquier viento de doctrina” (Efesios 4, 14) y apartadas de “la tradición que recibieron” (2 Juan 10; Gálatas 1, 8; 2 Tesalonicenses 2, 1-3; 2 Tesalonicenses 3, 6). Peor aún: de los Sacramentos. Tradición que se concreta y se celebra en el Sacrificio Eucarístico, único sacrificio perfecto y agradable al Padre, y que se obra de manera Sacramental.
Tenemos claro y no podemos perder de vista que nuestra fe está cimentada en la esperanza: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1 Corintios 15, 14), afirma San Pablo. La vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo constituyen un único, pleno y verdadero anuncio, sellado con Su Sangre, permanentemente actualizado en la Sagrada Eucaristía, y ratificado mediante los Sacramentos legados a la Iglesia. De todo ello nos hablan la Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia, a los cuales debemos acudir a beber como la cierva a la fuente.
Todo lo demás es accidental, no esencial. Por ello, en su sabiduría y prudencia, la Iglesia no les presta inmediata atención ni les concede credibilidad a cualquier manifestación o anuncio, aunque parezcan tener un tono “profético”. Si con el tiempo se ve que lo amerita, éstas deben discernirse. Lamentablemente hoy pululan, distrayendo de la verdadera evangelización.
El riesgo de error, herejía y sectarismos
¿Pueden entonces las profecías hacer tambalear la fe o, incluso, derribarla? Cuando son falsas y se les concede credibilidad como si fueran verdaderas, sí. Por eso hay que aprender a distinguirlas. Las falsas profecías:
son contradictorias entre sí;
se caracterizan por la superficialidad e irrelevancia de lo que anuncian;
introducen de un modo sutil contradicciones doctrinales fundamentales.
En esencia:
desvirtúan la Palabra.
Las falsas profecías propician un clima de confusión y de consecuente angustia;
desacreditan la doctrina y el magisterio auténticos (que muchos no conocen, porque no lo estudian);
Y estas son sus consecuencias:
Socavan la obediencia de los fieles.
Estimulan su deserción.
Desmoronan el criterio de autoridad legítima de la Iglesia. Y ese es su mayor peligro.
De modo que, paradójicamente, la abundancia de “profecías” podría ser el puntal con el cual se removería la piedra de fundación y se llevaría a cabo la más ambiciosa labor de demolición de la Iglesia. Un riesgo cierto de error, herejía, sectarismo y aún de apostasía. La advertencia es oportuna, hoy más que nunca.
¿En quién tenemos puesta nuestra Fe?
Al respecto, el mismo Jesús nos insta a permanecer vigilantes “pues no sabéis el día ni la hora” (Mateo 25, 13. Cfr: Mateo 24, 42; Marcos 13, 33), nos llama a estar atentos, a discernir los signos de los tiempos, y nos advierte que vendrán muchos en su nombre, diciendo “Yo soy” (Mateo 24, 5); y que se dirá “está aquí” o “está allá” (Mateo 24, 23; Marcos 13, 21), y que habrá hambre, guerras, terremotos y se conmoverán los astros… Pero inmediatamente nos exhorta a cada uno para cuando veamos que estas cosas suceden: “cobrad ánimo y levantad la cabeza, pues se acerca vuestra liberación” (Lucas 21, 28).
Y se pregunta: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8). Auténtica fe. Y nos da un criterio sólido, en el relato del Juicio, cuando muestra cómo muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” (Mateo 7, 22), a lo cual Él responde: “No os conozco, apartaos de mí, obradores de iniquidad” (Mateo 7, 23).
Sobre todo, la mayor y más sana advertencia nos la hace a lo largo de toda la Escritura, y con ella misma cierra la revelación pública: no añadir ni quitar nada a la Santa Palabra, ni a la Tradición recibida, ni a la doctrina que procede de la Verdad, para que por nuestra obcecación no nos sea añadido en tribulaciones ni restado en bendiciones (Ap 22, 18-19).
Si obedecemos al Señor, si hacemos con amor Su Voluntad, ¿Qué nos puede preocupar? ¿A qué habremos de temer?
Como lo recoge el Ritual Griego:
“El Señor es mi ayuda, no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?”. (Salmo 118, 6; 27, 1-3; Hebr.‑13,‑6).
Y aún más:
“No tendré temor del mal porque tú estás conmigo; tú eres mi Dios, mi fuerza, mi Señor Todopoderoso, el Señor de la paz, el Padre de los siglos venideros”. (Salmo 23, 4).
La primacía del Amor: auténtica Caridad
Concluyendo, es muy importante –diríamos que crucial– y conveniente no perder de vista tres consideraciones esenciales: la Caridad, la Perseverancia en la Gracia y en la Esperanza, y la Santidad como razón de ser y fuente de toda profecía.
1. El Imperativo de la Caridad
San Pablo (1 Corintios 13), dice que aunque hablara la lengua de los ángeles y pudiera penetrar todos los secretos, SI NO TENGO AMOR, NADA SOY.
En la Carta a los Colosenses, reitera, la necesaria unidad, la cual sólo es posible manteniendo el vínculo de la Caridad:
Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. Colosenses 3, 12 - 15
Pero el Criterio de la Caridad, es la Verdad. Y ésta, a su vez, lo es de la Unidad: sin Verdad no hay unidad, es imposible. Lo afirma el mismo Jesús en su discurso sacerdotal:
No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Juan 17, 17 - 21
2. Perseverar en la Gracia y en la Esperanza
Una persona puede tener el más alto grado de discernimiento y acertar en todas las Profecías, pero si se aleja de la Gracia, si persiste en el pecado, si no se arrepiente y, en cambio, desespera, comete un gravísimo pecado, el único del cual afirma taxativamente el Señor, que “NO TIENE PERDÓN”. DE NADA SIRVE, pues, si no se hace la Voluntad del Padre, si no se obra por y con auténtico Amor. Quien es indiferente con las cosas santas, lo es con su propia salvación, y ello incluye a la profecía. Peor aún si, por no darles la importancia que realmente tienen, sólo comercia con ellas (Sabiduría 6, 10; Hechos 8, 18-24; Deuteronomio 18, 10-12), pues adultera un Don Sagrado, y se expone –incluso más que a la ira divina– a CONDENARSE POR SÍ MISMO.
Por eso, como se cita en el texto, a algunos les dirá el Señor:
“No os conozco, apartaos de Mí, obradores de iniquidad”. Mateo 7, 23
3. La Santidad como razón de ser y fuente de toda auténtica Profecía
En resumen, esto significa, sin ambages, que Profecía sin Caridad, NO EDIFICA: no cumple su cometido, y se pierde. Se vuelve un don inútil, en manos de un “pastor necio”, quien acaba así mismo por convertirse en un “pastor inútil”.
Finalmente, viene al caso la admonición del Padre Héctor Ramírez, de Mater Fátima, sobre este fenómeno del profetismo, y el indispensable discernimiento dentro de la Disciplina, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia:
“No puede haber una profecía sin Santidad”. Si no, ¿para qué sirve...? P. Héctor Ramírez
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