Hace algún tiempo publiqué este mismo artículo bajo el título “¿José estaba preocupado por el embarazo ‘inesperado’ de María?”. Lo he actualizado en algunos aspectos, y lo pongo a disposición de los lectores de ForHum Christi para su meditación, estudio y discernimiento.
Aunque es un texto atemporal y valioso para leer y meditar en todo tiempo, especialmente durante el Adviento, su publicación reviste una particular diferencia e importancia ante la deficiencia teológica con la que no pocos abordan la cuestión: “predicadores” que hoy pululan (hombres y mujeres), sacerdotes, “profesores” e, infortunadamente, algunos obispos; y ante el hecho de que la tratan y explican –además– con un enfoque ya ni siquiera “humanista” sino reduccionista y, peor aún, con un minimalismo verbal que llega hasta la vulgaridad.
La falta de pudor salta a las homilías y enturbia la misma Misa, sin que provoquen siquiera un asomo de vergüenza. Estos son el tono de moda y el lenguaje que imperan. Es así como –bajo un rebuscado “toque de humor”, por demás insustancial e inexistente– nos vemos impelidos a soportar el doble sentido y la ambigüedad con la que es burdamente expresada y rebajada hasta la burla una fórmula de Fe y de Doctrina contenida en el Credo: “Concibió por Obra y Gracia del Espíritu Santo”, después de la cual se suele apostillar con sorna: “¡Sí, cómo no!”.
Además de oír, debemos soportar semejante trivialidad e irrespeto para con las realidades Sagradas –Santas, para ser más precisos–, y ver cómo algunos se aproximan a ellas de esta manera y las presentan de un modo tan rebajado y grosero. Realidades determinantes en la historia humana y en la Historia Sagrada y, por lo tanto, para nuestra salvación, como el Misterio de la Encarnación del Verbo Eterno, Palabra Sagrada, a la que ahora vemos equiparada con cualquier unión pecaminosa. Se olvida que “Las cosas Santas se tratan santamente” (Sabiduría 6, 10).
A continuación el artículo, del cual deseo anteponer y destacar lo siguiente:
Lo que corresponde pensar es que José y María debían hallarse pletóricos y en éxtasis, y no “preocupados” o sumidos en respetos humanos. La pronta y expedita respuesta de ambos es bastante elocuente.
San José, ante el “embarazo” de María
Piadosamente quizás, pero de una manera totalmente equivocada, algunos se han detenido en una sutil consideración con respecto al “embarazo de María” –no hablan de la Divina Concepción y Encarnación de Jesús–, según la cual ella lo habría ‘asumido’ «corriendo el riesgo de ser lapidada por haber quedado “embarazada soltera” en medio y en el contexto de una sociedad “machista”».
En el mejor de los casos –según estos–, lo habría hecho aún a riesgo de una posible confusión que podría haberle significado el repudio de la gente y una amenaza contra su vida, en una cultura que lapidaba sin mayores consideraciones a una mujer que quedara embarazada “por fuera del matrimonio”.
La Teología actual nos ha presentado el hecho en términos casi exclusivamente –y con cierta connivencia– humanos e ideológicos, según los cuales habría un repudio a causa de lo que “podría” presumirse como un adulterio. No obstante, el relato del Evangelio es muy claro y descarta de tajo cualquier sutileza de este tipo. También, la Sagrada Tradición y algunas revelaciones privadas aportan suficientes luces y nos permiten contemplar y comprender mejor la magnitud y el significado de la intervención sobrenatural en estos hechos.
Comencemos por lo que nos dicen, respectivamente, los capítulos 1 de los Evangelios tanto de San Lucas como de San Mateo, y lo que cada uno de ellos establece con claridad.
Relato de Lucas:
Un ángel anuncia el nacimiento de Jesús
26 “A los seis meses, Dios mandó al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, 27 donde vivía una joven llamada María; era virgen, pero estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David. 28 El ángel entró en el lugar donde ella estaba, y le dijo:
—¡Salve, llena de gracia! El Señor está contigo.
29 María se sorprendió de estas palabras, y se preguntaba qué significaría aquel saludo. 30 El ángel le dijo:
—María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. 31 Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David, 33 para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin.
34 María preguntó al ángel:
—¿Cómo podrá suceder esto, si no conozco varón?
35 El ángel le contestó:
—El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios altísimo se posará sobre ti. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios. 36 También tu parienta Isabel va a tener un hijo, a pesar de que es anciana; la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses. 37 Para Dios no hay nada imposible.
38 Entonces María dijo:
—Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho.
Con esto, el ángel se fue”.
Relato de Mateo:
Origen de Jesucristo
“18 El origen de Jesucristo fue éste: María, su madre, estaba comprometida para casarse con José; pero antes que vivieran juntos, se encontró encinta por el poder del Espíritu Santo. 19 José, su marido, que era un hombre justo y no quería denunciar públicamente a María, decidió separarse de ella en secreto. 20 Ya había pensado hacerlo así, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, descendiente de David, no tengas miedo de tomar a María por esposa, porque su hijo lo ha concebido por el poder del Espíritu Santo. 21 María tendrá un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Se llamará así porque salvará a su pueblo de sus pecados».
22 Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por boca del profeta:
«La virgen quedará encinta y tendrá un hijo, al que pondrán por nombre Emanuel» (que significa: «Dios con nosotros»).
Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y tomó a María por esposa. Y sin haber tenido relaciones conyugales, ella dio a luz a su hijo, al que José puso por nombre Jesús”.
* * *
Como podemos apreciar en ambos relatos, hay por lo menos tres razones por las que debemos descartar tales expresiones, lenguaje e “hipótesis” falaces:
No hubo en la mente de María ni en la de José –ni en el tiempo transcurrido entre la Anunciación a María y el aviso dado a José–, ni un resquicio que les permitiera albergar siquiera la más mínima preocupación al respecto. De hecho, el evangelio destaca: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y tomó a María por esposa. Y sin haber tenido relaciones conyugales, ella dio a luz a su hijo, al que José puso por nombre Jesús». José actúa con total sujeción y obediencia inmediata a la Voluntad Divina manifestada a él por el ángel.
Menos aún podía haber algún asomo de “preocupación” entre dos personas santas, quienes –aunque prudentes y previsivas– estaban desde siempre sujetas a la Voluntad Divina y la obedecían, y lo harían con mayor razón aún después de la visita del ángel en la que le anuncia a cada quien lo que le compete y confirma cómo obra el Señor: por el Poder de Su Santo Espíritu. A ello María asintió con el “Fiat”, el mismo que el Ángel hizo resonar en el corazón de José, ante lo cual simplemente creyó, confió, obedeció y obró sin objeciones. En su aparición, el ángel reiteró el linaje real de José: “descendiente de David”. Y su papel: a quien le correspondería poner el Santo Nombre de Jesús, es decir, ejercer y dejar clara su autoridad paterna sobre el Señor encarnado. Y aún más: aquel encuentro destacó y dejó claro el despliegue de grandeza y poder por parte del Dios Altísimo: “Para Dios no hay nada imposible”; además, confirmó a María en Gracia y a José en su misión: «José, descendiente de David, no tengas miedo de tomar a María por esposa, porque su hijo lo ha concebido por el poder del Espíritu Santo. María tendrá un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». Ante aquellas portentosas manifestaciones del Señor a cada uno, lo que corresponde pensar es que debían hallarse aún pletóricos y en éxtasis, y no “preocupados” o sumidos en respetos humanos. Para disipar cualquier asomo de duda, la pronta y expedita respuesta de ambos es bastante elocuente: José, quien –al despertar del sueño– actúa de inmediato y sin dudar; y María, quien –con plena libertad y convicción– afirma obediente: «Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho».
Entonces, ¿en qué consistió el “temor” de José, que le llevó a tomar la determinación de “abandonar en secreto” a María?. El relato afirma: «José, su marido, que era un hombre justo y no quería denunciar públicamente a María, decidió separarse de ella en secreto». Su decisión obedece, precisamente, al hecho de que “era un hombre justo”. Esto es, no sólo “ajustado” a la Ley y cumplidor cabal de la misma, a diferencia de los fariseos, apegados a la letra de ésta, sino –y por encima de todo– ajustado a La Voluntad de Dios, es decir, Obediente (De “Ob Audire”: estar bajo escucha). En algún momento de su vida, Jesús dijo pública y claramente: “Yo no he venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud” (Mateo 5, 17-19). Esto significa que entre la Ley y la Gracia no hay oposición sino complementariedad, así como entre la Fe y las Obras. O como entre el Marido y su Esposa, y entre Jesús y Su Iglesia. Y José fue depositario de esta Gracia. A una persona legalista no le hubiese bastado simplemente “repudiar en secreto”, sino que se habría visto impelida a “denunciar públicamente a María” –conforme al mandato de la ley–, hecho que desmiente claramente el relato. De modo, pues, que José se hallaba de frente ante, e inmerso en, El Misterio –una realidad que lo sobrepasaba, pero que lo envolvía plenamente a él, con Nombre propio–, tal como le ocurrió a Moisés cuando se topó con “la zarza que ardía y no se quemaba”, y desde la cual Dios le llamó, ordenándole:
«Quítate las sandalias de los pies, porque la tierra que pisas es Santa». (Éxodo 3, 5; Josué 5, 15; Hechos 7, 33).
Las tres citas bíblicas enunciadas ratifican el hecho. La primera es la de Moisés. En la segunda se recuerda el mismo acontecimiento al confirmar a su sucesor, Josué. Y la última corresponde al “Discurso de Esteban”, quien enfatiza el carácter del portento y el asombro ante el Misterio:
«Moisés temblando, no se atrevía a mirar».
Y San José tampoco: su carácter, su talante y su humildad no le permitirían una “mirada” altiva, ni una “lectura” semejante de los hechos. Recordemos que lo que hacía de él “un hombre justo”, era su perfecta obediencia a la Voluntad Divina. No en vano se le considera como el último de los Patriarcas. Aunque desconocía el designio de la Maternidad Divina, José conocía y era plenamente consciente de la Santidad de María.
Y no solo eso. José sabía quién era María, que estaba consagrada a Dios, es decir, que pertenecía íntegramente al Señor, en cuerpo y alma, y por siempre. Conocía a María: no tenía duda de su santidad, estaba al tanto de su temperamento, su carácter, su talante, su prudencia, su compostura y su recato: “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lucas 2, 21). Ahora María había entrado en una “dimensión”, en una etapa mucho más profunda y trascendente de su vida en Dios, y la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, se posaba sobre Ella, la desposaba místicamente ConSigo, y la convertía en la Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, del Verbo Divino y de La Salvación. María entraba plenamente en el Misterio de la Trinidad.
¿Por boca de quién se habría enterado José de que María estaba en cinta, si no por la de Ella misma? Y, para ese instante, es seguro que nadie más lo sabía, pues el asunto les atañía únicamente a ellos. Pero María, Hija perfectísima y predilecta del Padre, dejó que Dios, en Su Sabiduría y Omnipotencia se ocupara del resto de tan importante asunto directamente con José, como efectivamente ocurrió. Y también debió sufrir y orar por él, por su desconcierto ante dicha noticia cuando antes le había sido entregada en compromiso. Pero Ella también conocía a José, sabía la clase de Hombre que era y el Don de Inteligencia que el Espíritu Santo le había dado, entre muchos otros.
Así, en aquel mismo momento, –no quepa duda– en la mente de José debieron rebosar vivamente los recuerdos de aquel otro hecho sobrenatural con el que el Señor demostró ante los demás pretendientes, los sacerdotes y el pueblo, que él era el elegido para ser el esposo de María. Pero también un gran asombro, pues sabía que en María el Primer Mandamiento se realizaba en plenitud: “Amarás al Señor con todo tu ser, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu corazón”. José sabía que Dios iba por delante, y debía intuir que “algo” grande había en ello, aunque no alcanzara a comprenderlo.
Nos atrevemos a decir que, del mismo modo que le acaeció a Abraham, a quien en su ancianidad Dios le prometió un hijo del cual su prolífica descendencia le haría “Padre de muchas naciones” y al que luego pidió “ofrecérselo en sacrificio”, esta fue su prueba de fe, así como la medida y ratificación de su carácter y de su mérito no sólo como Patriarca sino también como “Padre de la Fe”: la fe del Nuevo Testamento; la fe en la Obra de la Redención de la cual ahora se hacía partícipe y protagonista, pese a su silencio y humildad; la Fe en la “Sangre de la Alianza Nueva y Eterna”, que él tendría la primicia de ver derramada en la circuncisión.
Porque el hijo que ahora Dios le daba como suyo, era Su Propio Hijo Encarnado, el “«Emanuel», Dios con nosotros”. Por ello la Tradición y nuestra Piedad reconocen, destacan y alaban “los siete gozos y dolores de San José”, que son los mismos gozos y dolores del amorosísimo Corazón del Padre, y que quiso compartir con José, haciendo de él, por anticipado, un Hombre Nuevo, según Su Corazón y –por antonomasia–, el Padre entre los Padres y el Padre de los Padres, un Padre Auténtico, un modelo de Su Propia y Divina Paternidad, y un Esposo Santo, pleno del mismo Espíritu que habitaba en María y que engendró a Jesús.
San José está así íntimamente unido al Misterio y goza en plenitud, de manera especial y con predilección, de la Gracia Divina. Por ello, en lugar de albergar dudas, José debió sobrecogerse y, descansado y confiado en la Divina Voluntad, continuó tranquilo, sin perder el sueño. Tan es así, que fue durante éste cuando el ángel le habló y le aclaró no sólo el Misterio, sino su papel, su misión y su concurso en el mismo.
De acuerdo con alguna revelación privada y lo que la Tradición nos ha transmitido sobre José, su solución humana –la de “un hombre justo”– consistió en apartar de María toda sombra de duda, asumiendo él sobre sí la responsabilidad. Pero, como hemos visto, José se encontraba ad portas de un Misterio inefable, para el que ninguna ley puede prever el “obrar de manera justa”, adecuada. De modo que –desde un punto de vista estrictamente humano– la única salida posible que entonces le daba la ley, era el libelo de “repudio”, pero esto hubiese sido una injusticia para con María. Así que él apeló al silencio. Su conducta –así como la de María– estaba clara ante los ojos de Dios, y por eso Dios mismo le responde y le corrobora el Designio de Su Corazón, del que ahora participa en plenitud.
Aquí no cabe, de ningún modo, la más mínima especulación ni asomo de duda sobre un presunto “adulterio”; mucho menos, la categoría de “madre soltera”. Y en esto, tanto San José –como acabamos de explicarlo– como la Teología Eclesial, han respetado, salvaguardado y exaltado siempre la Santa y Bendita Integridad de la Virgen María.
En términos jurídicos, ya “eran marido y mujer”, es decir, esposos, por efecto del compromiso, como lo han destacado los relatos de los Evangelios. Y, en términos teológicos, José ya estaba completamente envuelto, imbuido y al tanto de su nueva situación, y de este modo asume la plena responsabilidad de su compromiso esponsal así como la vocación Paterna y la función “sacerdotal” que le correspondía como cabeza de familia.
Cuando en una ocasión Jesús es halagado por una mujer que exclama: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!», éste responde: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican» (Lucas 11, 27-28). Y esto es lo que caracterizó a María y a José. Su “Fiat” no sólo los hizo “felices” en todo el sentido de la expresión, sino a Dios y, de este modo, nos abrió la puerta de tal Plenitud a los hombres de todos los tiempos.
Sí, el asombro de José ante el Misterio lo hizo merecedor de la Gracia que le permitiría sobreponerse a las limitaciones propias de la Ley, y alcanzar el Don de la Predilección para el ejercicio de la Paternidad Divina.
Qué nos dice el Papa Benedicto XVI
Como corolario de estas reflexiones, y para comprender mejor el inmenso regalo que significó para la humanidad el “fiat” de María y el justo avenimiento de José con las realidades sagradas y los designios de la Divina Voluntad, vienen muy bien las palabras del Santo Padre Benedicto XVI, quien en su calidad de Teólogo aborda la cuestión en el libro “La Infancia de Jesús”, dejándola bien clara, y sobre la cual conviene retomar al menos dos aspectos: la vida familiar de Jesús, sobre cuyo origen nadie tenía dudas; y el origen divino de Jesús, por cuyas obras desconcertaba a los que aún no lo veían con los ojos de la fe.
Dice el Papa:
“La pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza, aparece también en otros momentos decisivos del Evangelio de Juan, y desempeña igualmente un papel importante en los Evangelios Sinópticos. En Juan, como en los Sinópticos, esta cuestión se plantea con una singular paradoja.
Por un lado, contra Jesús y su pretendida misión habla el hecho de que se conoce con precisión su origen: en modo alguno viene del cielo, del «Padre», de «allá arriba», como él dice (Jn 8, 23). No: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 42). Los Sinópticos relatan un debate muy similar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús. Jesús no había interpretado las palabras de la Sagrada Escritura como era habitual, sino que, con una autoridad que superaba los límites de cualquier interpretación, las había referido a sí mismo y a su misión (cf. Lc 4, 21). Los oyentes –muy comprensiblemente– se asustan de esta relación con la Escritura, de la pretensión de ser él mismo el punto de referencia intrínseco y la clave de interpretación de las palabras sagradas.
Y el miedo se transforma en oposición: «“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?” Y esto les resultaba escandaloso» (Mc 6, 3). En efecto, se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre los otros. Es uno como nosotros. Su pretensión no podía ser más que una presunción. A esto se añade además que Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna de este tipo. Juan refiere que Felipe dijo a Natanael: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» La respuesta de Natanael es bien conocida: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 45 s). La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás».
Luego de esta clarísima explicación, viene un poco más adelante un bellísimo y conmovedor pasaje en el que, con palabras verdaderamente sobrecogedoras, el Papa esclarece y reafirma la Santidad de María (y, con ella, reitera también la de Jesús):
“La genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres: Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido? Se ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores.
Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos. Pero, sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera.
A través de todas las generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham engendró a Isaac…». Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue concebido por obra del Espíritu Santo.
No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana”.
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