La degradación es evidente y palpable. La raíz de esta crisis, y de la coyuntura política y social que ha traído consigo, es de índole moral. ¿Es posible superarla?
Amargo despertar...
De unas agitadas vísperas para las elecciones de Congreso, pasamos a un amargo despertar con las de Presidente de la República en el año 2022. Luego vinieron las de alcaldes, gobernadores, concejales y diputados, en medio de un clima social agitado y de un ambiente político enrarecido. Estas han sido, no quepa duda, las elecciones más delicadas y cruciales que han tenido lugar en Colombia en toda su historia republicana y democrática.
Lo son no sólo por el variopinto abanico de candidatos que hubo en ambas, sino por las cuestionables injerencias, intromisiones e interferencias –que nadie aclara ni resuelve– que hubo –y sigue habiendo– por parte de funcionarios y de algunos estamentos; por el elocuente silencio de las autoridades ante el inocultable escándalo de los “petrovideos”; por las ”directrices estratégicas” del denostado Senador –el ahora tierno y “pet friendly”–, Roy Barreras; y por el desdibujamiento, corrimiento y total borrado de las “líneas éticas” con los artificios mediático propagandísticos de un ‘Goebels’ criollo de apellido Guanumen, premiado como Cónsul.
Además de los resultados aceptados así no más, sin más veedurías ni fiscalización, estas son las primeras elecciones en las que los colombianos nos vemos espoleados por instancias extrañas y emergentes como la JEP, tanto como por las “tradicionales”: la Corte Constitucional, el Congreso y los políticos, que después de “venderle su alma al diablo” impusieron de manera fraudulenta los “acuerdos de Paz” que el pueblo NEGÓ rotundamente en el plebiscito, el cual también fue tramposamente estructurado al haber sido modificado el umbral y convocado con una propaganda engañosa.
Es decir, estas elecciones y sus resultados –así como sus consecuencias inmediatas y mediatas– están signados por un ambiente político, jurídico e institucional enrarecidos por el fraude y la impostura de lo espuriamente acordado entre Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, con la anuencia de los políticos.
A este clima propicio para la sospecha y las suspicacias, se suman las declaraciones, propuestas y actuaciones de Gustavo Petro y las de sus ministros, así como los escándalos de corrupción o de abuso de autoridad de sus familiares y colaboradores. Hechos que atizan la hoguera y provocan una tensión social que aumenta, llevando a las instituciones y a los ciudadanos hasta límites inconcebibles. Este caos desembocará en breve, no en el cacareado “estallido social” con el que chantajean al país los parientes y áulicos de Petro si no aceptamos sumisos su reformismo subversivo, sino en un real enfrentamiento civil y militar.
El día que el Pueblo dijo rotundamente “NO”, y en el que una camarilla política lo traicionó
En la génesis de todo esto están la corrupción y la colusión de la gran mayoría de políticos que han supeditado el auténtico Bien Común a sus intereses particulares. Sabemos con diáfana claridad que El “NO” del Pueblo superó ampliamente la mitad más uno de la votación, y que ello fue un Mandato Soberano y, por lo tanto, inapelable, indiscutible, irrenunciable, intransferible e inmodificable, por tratarse justamente de una decisión del Constituyente Primario.
Cabe, entonces preguntarse: si la última palabra la tuvo el Pueblo, y ésta fue “NO”, ¿qué clase de “palabra empeñada” era la que debían “honrar” el expresidente Uribe, su partido de “oposición” o algún otro político, grupo o exfuncionario?
«Cuando ustedes digan “sí”, que sea sí, y cuando digan “no”, que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno». Mateo 5, 37
De modo que fue gracias a algún pacto o concertación previos y subrepticios que los políticos, legisladores y el aparato judicial decidieron “interpretar” el resultado como una especie de “empate técnico”, y lo alteraron. Anteponiendo su infausta y comprometida voluntad a la Soberana e Inviolable Voluntad Popular, lograron el infame sortilegio de convertir un NO en un “SÍ” inexistente y lo impusieron, trastocando el destino de la Nación.
Lo demás han sido pretextos para justificar el prevaricato: desde las promesas de una falsa paz y las de una renovada democracia y justicia que nunca llegaron y que, al contrario, se degradan cada vez más, hasta una anunciada bonanza que el nuevo “paraíso social” nos depararía y a partir de la cual manarían ríos de leche y miel de manera tan sobreabundante que nos convertirían en “la despensa del mundo”, según lo anunció con su habitual grandilocuencia e incontenible megalomanía Juan Manuel Santos.
«Que su sí sea sí, y su no, no; de otro modo serían reprensibles». Santiago 5, 12
Dirán algunos: “no podemos llorar sobre la leche derramada”. Yerran de cabo a rabo, porque esta es una cuestión de Derecho a la cual las consecuencias de Justicia que debían seguirle –más allá del indulto– se han trocado en impunidad y en privilegios ante crímenes de lesa humanidad cometidos durante décadas.
Un panorama político y social enrarecido...
Ese es el ambiente político, jurídico, institucional y electoral que enmarca y que enrarece el ejercicio democrático y los legítimos derechos ciudadanos en Colombia hoy.
Un ambiente en el que también andamos inmersos, enardecido por la turbulencia ideológica y subversiva que sacude al mundo y lo desestabiliza. Sí, la exaltación de los falsos nuevos “derechos” con los que el individuo, subjetivamente, se erige en dios de sí mismo, en la máxima instancia decisoria sobre su ser, su biología y el término de su vida; el reclamo de una autonomía individual que –paradójicamente– proyecta y ejerce como una “potestad” sobre otros: personas inermes, como los niños a los que se decide abortar, primero sobre presunciones eugenésicas y después ideológicas, mientras incita a los demás a hacerlo, o a ancianos y a enfermos a los que induce a pedir la eutanasia.
Este «totum revolutum» que se intenta justificar bajo la apariencia de pseudo principios formulados e incorporados a la Constitución Política como “libre desarrollo de la personalidad”, ha dado para todo, y se ha extendido hasta llegar a la más increíble laxitud ante la delincuencia, los desmanes, el vandalismo y el terrorismo en nombre de presuntos pero inexistentes e injustificables “derechos conexos”: a la “protesta” –cualesquiera sean su tono, su forma y consecuencias–, al “perdón social” o a la “paz total”. Basta invocarlos para permitir la transgresión de libertades fundamentales como las de Expresión y Movilización, y violar todos los límites hasta burlar los cánones del Derecho y del auténtico ejercicio de la Justicia.
A todas luces, tales “conquistas sociales”, así como los discursos que las prohíjan –incluida la delirante y quimérica apología sobre la inocuidad y beneficios de la coca pronunciada en la ONU– no son más que una fantasía aberrante que adultera, distorsiona y retuerce el Derecho, cosifica a las personas y precipita las relaciones sociales a un abismo de contradicciones y de conflictos insolubles. ¿Qué clase de “sociedad” real –sino un infierno– será la que se pueda edificar basada en el individualismo? Al menos, en línea de Principio y de coherencia filosófica: ¿no es acaso tal presunción una antinomia? Y en el aspecto pragmático, menos aún se podrá erigir un auténtico “orden social” a partir de semejantes premisas ideológicas: es un imposible democrático y sociológico, que acaba desbordado por las mismas falacias políticas y jurídicas que intentan justificarlo.
Y además la disolución de los referentes espirituales...
Pero no sólo eso, ni en dicho ámbito. Asistimos paralelamente –o tal vez sea esta la verdadera causa...– a un oscurecimiento, al declive y la disolución de los más sublimes y altos referentes espirituales y morales. En su lugar se ha instaurado la primacía de una acuciosa y presunta “caridad”, que finalmente sustituye la predicación de La Verdad por el emotivo discurso de la sensibilidad social.
«Corruptio optimi pessima», decían los romanos, lo cual significa que «la corrupción de lo mejor es la peor». Por “corrupción” se entiende aquí una degradación, una disolución, una pérdida de la esencia, es decir, de entidad y de identidad; y, en consecuencia, de las verdaderas prioridades. Y ese ha sido el caso: ante la impostura de un pseudo “humanismo” desvirtuado y desaforado, algunas de nuestras más connotadas autoridades eclesiásticas y magisteriales han acabado asumiendo un rol más propio de “promotores” sociales que de pastores, abdicando así de su misión –la Misión Eclesial–.
Duele ver cómo se usa hoy a la Iglesia, que –pese a los pecados de sus ministros– tiene la obligación de ser luz, faro, guía, bitácora, reloj del mundo y meridiano de la humanidad, para renegar de los Principios y de la Moral Cristiana llamándoles “rigideces”; cómo se consiente que, en lugar de la Sana Doctrina, se les enseñe a los fieles una visión adulterada del auténtico Amor, de la vida a la que da origen, de la existencia y de sus dificultades, de las virtudes que éstos demandan, del auténtico valor de las cosas y de la infinitud de la trascendencia. Se permite, casi sin reparos, ya no sólo el alejamiento, sino el abandono y aún la ruptura con la Palabra de Dios, con la Sagrada Tradición y con el Magisterio Perenne.
El veneno que se nos brinda es una visión distorsionada y retorcida que desfigura la Persona misma de Jesús, de Su Palabra, de La Verdad y de Su Enseñanza; y, con esta, de la Persona Humana, del Hombre. El primer efecto de ello es evidente y muy grave: al adulterar la integridad del “Depositum Fidei”, se pierde de vista el fin, el propósito para el cual ha sido creado el hombre y existe la Persona, y desaparece la intencionalidad educativa: se pierde el ámbito de la Educación, que es inmediatamente suplantado por sucedáneos ideológicos. Es así como se consolida una ruptura antropológica y social, y se da paso a una hermenéutica que en la práctica resulta ser, de facto, una apostasía de la Verdad. Es tal la connivencia con el caos, que desemboca en el mal y acaba diluyéndose en él. Y todo procede de un oscurecimiento diabólico de la conciencia, fruto de la aceptación del pecado.
De esta manera –como lo denuncia constantemente el Papa Benedicto XVI– no sólo se falsea la interpretación eclesiológica del Evangelio, ofreciendo una versión errónea del mismo, sino que así se subvierte e incluso se pervierte la enseñanza y la transmisión bimilenarias de la Verdad. Cuando éste es sometido a tal expurgación ideológica que lo hace irreconocible, también la realidad queda reducida a simples categorías sociológicas, sin el fundamento ontológico y metafísico que le es propio, y ello acarrea innumerables trastornos y deja dolorosas secuelas en la vida de las personas, a las que, por el contrario, el anuncio de esta Buena Nueva debe redimir.
De todo ello derivan efectos tanto para los creyentes como para quienes dicen no creer: entre otros, el desconcierto axiológico y moral, el vacío existencial, la impostura del absurdismo y la dictadura del Relativismo, es decir, todo el infausto bagaje y el “patrimonio” de la Postmodernidad. De estos, al comportamiento personal y a la conformación de una conducta habitual, hay sólo un paso cuyas consecuencias no se han hecho esperar: son evidentes y saltan a la vista, en particular, la disgregación de las Dimensiones Constitutivas de la Persona y, con ésta, la desintegración del hombre y la descomposición de su “ethos”, de su natural modo de ser y de aparecer. No hay que ser un experto psicólogo o sociólogo para percatarse de ello.
¿Qué hacer ante el imperio de un caos que corroe las costumbres?
Pues bien, este mismo panorama y ambiente se han abierto paso –ahora sin contención ni obstáculos de índole moral– en todos los demás ámbitos de la vida, trayendo consigo e imponiendo una agresiva corrupción de las costumbres.
¿Qué hacer, entonces, ante semejante imperio? ¿Y luego de la encarnizada batalla de opinión que se libra en los medios, en los parlamentos y entre los ciudadanos ante decisiones como la aprobación de la eutanasia, la despenalización del aborto, la admisión y reconocimiento de presuntas “identidades no binarias”, la permisión e imposición de la ideología de género en los ámbitos escolares, la equiparación civil y legal de las uniones de hecho y entre personas del mismo sexo...?
¿Qué hacer ante la desintegración de las familias cuyos miembros acaban sujetos y a merced de la arbitraria interpretación y aplicación de nuevas leyes por parte de jueces, comisarios de familia y otros funcionarios del Estado? ¿Qué hacer ante la impostura escolar, académica, social e institucional de las doctrinas filo marxistas? ¿Cómo reaccionar ante el laicismo feroz y anticristiano que antepone un “pluralismo religioso” para el que todos los “credos” o cualquier forma de creencia –por más absurda que sea– valen lo mismo sin reparar en su fundamento y valor teológico, es decir, en la calidad y entidad ontológica, antropológica y ética de sus contenidos y en cómo afecta a la Persona, a su desarrollo o a su degradación, y –con ella– a toda la sociedad? En fin..., ¿qué hacer?
Del individuo a la degradación, y de ésta hacia la cosificación y la masificación...
Aunque lo que corresponde no es callar sino alzar la voz, no resignarnos sino actuar, votar en conciencia y con responsabilidad, ejercer el derecho a exigir las verificaciones a que haya lugar... Aunque se diga –y tal vez sea cierto– que “los buenos somos más”, la realidad es que nuestra democracia ‘representativa’ y ‘participativa’, el “Estado de Derecho”, el aparato de justicia y el orden institucional han sido cooptados y en ellos confluyen personas que parecen tener un mismo y único designio: erradicar los rasgos que aún nos quedan de verdadera Humanidad. ¿Cómo? Desdibujando gradualmente la idea de Dios hasta eliminar la realidad de su existencia: de esta manera se distorsiona el hecho religioso y se puede someter al hombre a una impostura socio-mesiánica.
Este proceso implica suprimir los Principios, el Orden Natural y el Derecho al que éstos dan lugar, para suplantarlos y poner en su lugar a un “hombre” esclavo de la idea de que es dios de sí mismo, tan irónicamente “autónomo” que necesita ser dirigido por una impostura normativa que judicialice toda pretensión de volver la vida a su quicio y a sus fundamentos, y que lo hará invocando al mismo tiempo una extraña e imposible mezcla de “tolerancia”, “igualdad” y “diversidad”. Un unanimismo que, paradójicamente, rechaza las distinciones que proceden de las verdaderas diferencias, y que son la base y condición de posibilidad de la cooperación, de las sinergias y del desarrollo humano y social.
Vociferar no será suficiente. El “Nuevo Orden Mundial” parece haber llegado para quedarse, y se ha instalado en las instancias del poder a expensas de nuestra ingenua credulidad. El más “moderado” de los candidatos, una vez electo, resulta ser el más tibio y pusilánime en materia de Principios, aunque se presente bajo las credenciales del “Liderazgo” o del “Carácter”.
En el Congreso o en la Presidencia, su “firmeza” es sólo aparente. Muy pronto, sus vacíos de formación dejarán ver las lagunas que no le permiten distinguir cuestiones esenciales:
que una nueva vida humana es la misma en cualquier etapa de su desarrollo, desde la concepción, en cualquier momento o semana de gestación y hasta su muerte natural.
Tampoco puede entender la abismal diferencia que hay entre la institución del matrimonio y cualquier otra forma de unión.
No alcanzará a captar ni a comprender que una técnica en proceso y en un área de experimentación tan delicada como la genética, no suplanta a la ciencia –mucho menos a la conciencia– ni a la Ética, a la hora de imponer una idea de inmunidad a costa incluso de la muerte, así sea remota, de millones de bebés que luego de haber sido abortados son usados como ‘materia prima’ de “investigación” y cuyas células serán re-utilizadas para “salvar millones de vidas”.
Sí, legisladores, Presidente y funcionarios cuyo “altruismo” no suple su cortedad de conciencia, de conocimiento y de humanidad; cuyas buenas y bellas intenciones les llevan a admitir y a imponer el sinsentido de una sociedad en la que la muerte de un nasciturus es justificada y puede servir indistintamente para hacer valer los “derechos” de la mujer o al fin utilitario de imponer una dictadura sanitaria.
“Líderes” que se hacen elegir con unas banderas pero que, llegado el momento, gobiernan con otras, so pretexto de que ahora son «el Presidente “de todos”». Y que acaban irrespetando la democracia e imponiendo su peculiar noción y su reducida visión del “progreso” y del “desarrollo”.
“De dentro hacia afuera”: tomar conciencia de nuestra alma y modificar los hábitos para cambiar las malas costumbres
Vemos continuamente cómo se imponen los vicios electorales, las malas costumbres y la corrupción, mediadas por la ambición de unos que se aprovechan y se lucran de la necesidad de otros. Un ejemplo de ello son las reuniones “políticas” con plazas y auditorios repletos, a las que llegan los amigos y familiares de quienes han logrado algún puesto de trabajo en una Secretaría o en una Alcaldía: allí los asistentes vitorean y aplauden a un desconocido por el cual se comprometen a votar, tan sólo para que la persona de sus afectos no quede mal ante su “jefe” –¿o tal vez “cacique”?– y no pierda el puesto.
¿Esa es la auténtica democracia? ¿De esa forma nos llegará el “cambio”? Perpetuar a un mal político o elegir a un discursero populista que en nombre de la “igualdad” o de la “diversidad” –vaya usted a saber– pretende refundar a la Nación, es ceder, en el primer caso, a la corruptela, y, en el segundo, a un experimento de reingeniería social.
No me apena decirlo, porque es mi deber advertirlo: no podemos dejar el voto a tu “conciencia”, querido ciudadano, porque no la has formado bien y hoy adoleces de criterio. Si no, ¿cómo explicas que tanta “gente de bien” llame a otros a los que considera “más informados” para preguntarles por quién deben votar? Y lo hacen con real honestidad.
Entre tanto, aquellos que han sido adoctrinados durante años en las premisas de “un nuevo orden”, sí saben por quién hacerlo, como supuestamente lo sabían los ciudadanos e intelectuales rusos que apoyaron la revolución bolchevique, la misma que luego los denostaría y arrasaría con la vida de millones de personas a las que consideraban nada más que como individuos prescindibles dentro de una masa social.
¿Cómo cambiar los efectos si no comprendemos las causas y no sabemos actuar sobre ellas?
¿Cómo podremos superar la actual coyuntura política y social, si no comprendemos que lo que subyace a ella es una auténtica crisis de orden moral? Lo que ha entrado ya no en “cuidados” sino en descuidos intensivos es nuestra condición humana, tergiversada ahora por el pragmatismo utilitarista. ¿Nos percatamos de esto?
¿Cómo podemos superar lo que no comprendemos? Y no lo comprendemos, porque no lo conocemos: no sabemos de qué se trata realmente el asunto cuando se nos habla de “humanidad”, y entonces sucumbimos ante los cantos de sirena que nos prometen una sociedad “igualitaria”, en la que “cabemos todos”, con “oportunidades para todos” y un largo etcétera más demagógico y populista que idealista.
Redescubrir los fundamentos para forjar mejores personas y nuevos ciudadanos
La apuesta sólo se puede decantar y cuantificar en términos de Orden, Responsabilidad y Libertad: es decir, de institucionalidad, trabajo y sentido común. Pero el ciudadano de hoy no ha sido educado y no está preparado para eso. Por ello hay que acudir a la reserva moral de la Patria y a los fundamentos de la Nación, en términos de Salvación, Reconstrucción y Desarrollo.
No comparto el lenguaje ni los discursos fatalistas. Tampoco los exacerbados tradicionalismos. Pero una cosa es segura: nada bueno saldrá del desconocimiento, de la falta de formación y de los graves vacíos de conciencia que nos han traído hasta el actual estado de cosas. Por ello, para instaurar un orden social e institucional legítimos y auténticamente humanos, lo que necesitamos no es una “nueva” clase política sino una nueva “clase ciudadana” conformada por Personas conscientes de que lo son y, por lo tanto, de lo que son.
La auténtica “revolución” es interior, personal y trascendente
Si no hay vuelta a Dios, a los Principios y a las Instituciones fundantes de la sociedad, es decir, si no hay conciencia de una necesidad de reconstitución de la verdadera Dignidad de la Persona Humana que funda las bases del respeto, del Derecho y de la Justicia, y que orienta sobre cuáles son las auténticas premisas del Desarrollo, la coyuntura actual nos desbordará y no habrá posibilidad de reconstrucción nacional.
Sin caer en nacionalismos ni en fanatismos partidistas, sí hay que recuperar el alma de la Nación. Aquello que funda y define nuestra identidad. Es indispensable hoy desplegar ese “espíritu” que, en medio de tantas contradicciones, frustraciones y luchas, nos ha permitido sabernos valiosos, y que se expresa mediante el esfuerzo, el trabajo, el amor por la familia y la fe en Dios que bendice a quien actúa de manera coherente: no con simples “buenas intenciones”, sino con auténtica recta intención. A quien se forma para hacerlo bien.
Para eso necesitamos buenos jerarcas, instituciones y ciudadanos conscientes de su Dignidad como Personas, que cooperen entre sí, que sepan participar y elegir.
Comentários