Actualizado por el autor para ForHum Christi, pues la situación política y electoral mantienen una significativa relievancia y especial vigencia.
¿Por qué los bautizados, es decir, los creyentes, estamos obligados a participar activamente en la vida social y política? ¿Qué se pide y espera de nosotros? ¿Qué hacer en este agitado clima político y electoral?
Llegará un nuevo período electoral, y el “clima” variará abruptamente, en un instante o de un día a otro, como ocurre en las zonas de cordillera o como lo hace cuando llega la temporada de huracanes que se precipitan sobre el Caribe.
En lo político, el pulso cambia a diario y no se estabiliza. Y nos vemos acuciados por una sobreabundancia de opiniones, encuestas, contrastes mediáticos, debates, “estrategias” y “marketing político” con los que algunos pretenden acertar cuál será “la fórmula” ganadora, o –peor aún– presumen de saber quién es quién...
Algunos medios tienen su propio candidato, e invierten en él buscando y explotando filones de personalidad que les permitan proyectar una imagen del mismo bajo todos los artificios propagandísticos disponibles, aunque probablemente ésta no corresponda con quien realmente es, con su auténtico modo de ser y de actuar, ni con su verdadera capacidad y su posible desempeño.
Pero la cuestión va mucho más allá de una simple apuesta por el acierto o por el afán de posicionar a alguien en particular: todo se desarrolla en un ambiente enrarecido y concurre en un escenario en el que partidos y políticos ya no se avergüenzan por su nula credibilidad debida a la corrupción que los precede... Gracias a las altas erogaciones de la “publicidad política” y al abrigo cómplice de una conveniente amnesia de los medios, ahora en cambio se “reinventan”, se “reciclan” y se “relanzan” desde los trampolines mediáticos con una desfachatez cada vez más campante, rampante, evidente y descarada. Estos son los mismos que prometen acabar con la corrupción, con un ya conocido e infaltable estribillo admonitorio: “¡Que tiemblen los corruptos!”. Pero nadie tiembla –y menos ellos–, porque nada cambia. “Hecha la ley, hecha la trampa”, dicen los aguzados.
Y, aunque esto ocurre a ojos vistas, llama la atención ver cómo la gente se enardece, opina, vocifera… ¡Y vota! Pero, ¿Qué es lo que los mueve a hacerlo? ¿Una persona o unas ideas? ¿Un partido o un programa? ¿Una conveniencia o una convicción? ¿Una incertidumbre o unos principios?
No obstante el apasionamiento, al menos en nuestra América Latina nos condiciona la creencia a perpetuidad de que cada generación está condenada a “cien años de soledad”, y que estos se ciernen sobre ellas inexorablemente. Sumidos en la ilusión de que nuestra patria y, por lo tanto, nuestras vidas vibran al unísono y transcurren al vaivén de una rueda que nos mantiene atrapados en el ciclo sin fin de un determinismo fatalista, algunos lo consideran como una rémora ‘histórica’ que nos acompaña indefectiblemente. Otros saben que esta no es más que una figuración literaria llamada ‘realismo mágico’.
Aunque a muchos esta ilusa presunción los condiciona, es evidente que no tiene el poder para determinar nuestro destino. A menos que le permitamos alojarse en nuestras mentes, y cedamos a la aparente tentación de que es más fácil eludir una responsabilidad que asumirla con inteligencia.
Sobre nuestra aún inmadura idiosincrasia pesa este imaginario, que se manifiesta y repite en cada periodo electoral como una especie de “calentura”, de “pasión” o de impulso febricitante que se desvanece luego de los comicios. Pero no tenemos por qué concederle tal poder ni someternos al sainete al que da lugar, del cual se lucran los politicastros habituales, los que nunca salen de la escena.
Y en medio de todo esto estamos los creyentes, sumergidos hasta el cuello en las mismas aguas y como una masa anónima y amorfa, pese a que cada domingo se nos repite: somos “la levadura” que debe fermentar al resto, somos “la sal” de la Tierra y “la luz” del mundo.
Precisamente, este acucioso llamado nos insta a no quedarnos inermes ante la arremetida de ideologías y de sistemas políticos totalitarios de diversa índole, ya no sólo del comunismo. Las nuevas dictaduras advienen bien sea como plataformas tecnológicas o como imposturas sanitarias.
Cualesquiera sea, estos regímenes han logrado avanzar en distintos frentes, precisamente porque han tomado ventaja del desconcierto ciudadano. ¿Cómo lo han hecho?
Capitalizándolo en función de una falsa idea de “libertad” que habla de “nuevos derechos”, pero vaga y difusa a la hora de ejercer la auténtica libertad de conciencia y de expresión.
Pregonando un “cambio” al que asocian con una falsa idea de “progreso”. La Historia, la Sociología, la Economía –e incluso la Psicología Social y Organizacional– han demostrado hasta la saciedad cómo en todas partes en donde se ha ensayado cualquier forma de comunismo éste ha frustrado primero las vidas de las personas con ilusiones y promesas imposibles de cumplir, para después acabar con las empresas y arruinar la economía de cada una de estas naciones, sujetando los parámetros de productividad y de intercambio al despotismo del Estado. La centralización no garantiza ni trae la equidad, porque al anular al individuo, anula la iniciativa; porque los Estados no producen nada, pero sí lo absorben todo.
En una democracia, es decir, en un régimen de derechos y libertades, el totalitarismo avanza cooptando primero la Educación, después el aparato educativo estatal, barrios y sectores sociales, tomándose o infiltrando corporaciones como Juntas de Acción Comunal, Cabildos indígenas, Consejos Municipales, Asambleas Departamentales y, finalmente, hasta el mismo Congreso de la República y a la administración de Justicia, como ocurrió en Colombia mediante el asalto de una falsa paz.
El desconcierto no es nuestra opción. Tenemos la Luz de la Fe, que es la misma Luz de la Verdad, y la que alumbra a la razón. Los creyentes, además, no estamos solos ni somos huérfanos, no hemos sido abandonados sin más a la existencia: somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, auténtica Madre y Maestra; amigos Suyos por Su propia magnanimidad; e hijos y herederos del Padre de la Verdad, de la Luz y del Amor.
De modo, pues, que nuestra obligación es desenmascarar la mentira que deja perplejos a los ciudadanos y con la cual arrastran a nuestras sociedades al cadalso.
Así lo hicieron, desde una auténtica y completa concepción Cristiana del Hombre y de la Sociedad, los Papas que desde León XIII han perfilado, promulgado y perfeccionado la llamada Doctrina Social de la Iglesia.
Éste, previendo las argucias del marxismo ante la inminente masificación y ulterior necesidad de organización de los trabajadores debido al paso de una forma de producción rural primaria hacia la industrialización y la técnica; observando el consecuente fenómeno de las concentraciones urbanas en torno a las fábricas; examinando el cambio en las formas productivas y sus implicaciones en la estructura de las relaciones laborales entre patronos y obreros; así como la radical transformación de la sociedad y la agitación e inestabilidad política que traería; e inspirado en el pacífico y altamente productivo modelo empresarial de relaciones y de trabajo de los Católicos franceses –entre empresarios y trabajadores–, escribió y promulgó el 5 de mayo de 1891 la Encíclica “Rerum Novarum” (“De las Cosas Nuevas”) y convocó a los Católicos del mundo a asumir los Principios de la Fe y a inspirarse en ellos para plasmarlos en las realidades terrenales y cotidianas (como ‘el mundo del trabajo humano’).
Hacia el tramo final del siglo XX, Juan Pablo II escribió, entre otras encíclicas sociales y exhortaciones, la “Laborem Exercens” (“SOBRE EL TRABAJO HUMANO”: 14 de septiembre de 1981), la “Sollicitudo Rei Socialis” (“SOLICITUD SOCIAL”: 30 de septiembre de 1987) y la “Christifideles Laici” (“LOS FIELES LAICOS”: 30 de diciembre de 1988), de gran calado por su fundamentación teológica y antropológica, sociológica y moral.
Su gran impacto obedeció al hecho de que tocaba el nervio de la estructura de las relaciones humanas, productivas y sociales en las esferas del Trabajo Humano, de la Solidaridad Social y con respecto a la tensión entre las Realidades Temporales y el Testimonio de Vida Cristiana de los fieles en ámbitos de su competencia y desempeño así como en los ambientes humanos y sociales en los que todos los creyentes nos desenvolvemos.
Sus ideas fueron claras e iluminadoras, aportando razones y argumentos con los que rompió muchos mitos que mantenían a los cristianos o bien “mirando al cielo”, perplejos y sin saber qué hacer en el mundo de la participación social y de la política, o ya interviniendo en ellas sólo según su leal saber y entender, y en no pocos casos valiéndose de los vacíos doctrinales para actuar en su propio provecho.
Juan Pablo II aportó Criterios que dieron luz para orientar la participación eficaz de los fieles laicos en lo que él llamó “la animación cristiana del orden temporal”. Dio razones a los creyentes para no despreciar ámbitos de trabajo, de evangelización y de apostolado como lo público y la política, con el pretexto de la corrupción y de la suciedad “que hay en ellos”.
Nos instó a asumir un compromiso cabal, real y efectivo, que implica y exige también el liderazgo de los creyentes defendiendo las verdades fundamentales sobre el hombre y la creación (la “naturaleza”) así como de las interacciones entre estos; la vida y las instituciones que la hacen posible, como el matrimonio y la familia, anteriores al Estado y que dan lugar a éste, no al revés; y las que fundamentan y hacen posible el Orden Social, como el Derecho y las Leyes Justas (Humanas), el Gobierno y el Trabajo Humano.
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, con su inteligencia y agudeza nos ha recordado que hay Principios No-negociables, como el Derecho a la Vida, la primacía de la Conciencia bien formada y la necesidad de una “Recta Ratio” (Una Recta Razón) que sustentan otros Derechos auténticos como el de los padres a elegir la educación cristiana para sus hijos sin la impostura de una moral de Estado ni de modelos educativos contrarios a dicha fe.
También nos ha enseñado a descubrir y a reconocer las falacias que esconden las ideologías, y las trampas que tienden para captar y distorsionar los ideales de cambio que prevalecen en las mentes y en los corazones de los jóvenes y de los creyentes. Nos ha instado una y otra vez a buscar, a vivir en y a cooperar con La Verdad, en un auténtico apostolado de la Razón, de la Conciencia y de la Inteligencia Humanas. Su lema, desde la Ordenación Episcopal, ha sido: “Cooperatores Veritatis” (“Cooperadores de la Verdad”), y los cristianos sabemos que la Verdad es una Persona.
El mundo debe recuperar la Razón y el Sentido Común, y esa es la tarea de nosotros, los creyentes. Como bien y bellamente lo dijo en su tiempo San Agustín:
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