«Dos amores fundaron dos ciudades: el amor a sí hasta el olvido de Dios, la ciudad del Hombre; el amor a Dios hasta el olvido de sí, la Ciudad de Dios».
San Agustín
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La «Stultifera Navis», “La nave de los necios”, hoy ya no es una obra satírica y moralista, como la de Sebastian Brant, sino una realidad en nuestro propio suelo...
Se dice que fue el gran escritor francés Víctor Hugo quien calificó como “una constitución para ángeles”[1] la de 1863, promulgada en Rionegro, Antioquia, en Colombia. La frase es de uso habitual y, aunque nunca se haya confirmado plenamente su autoría, tampoco ha sido cuestionada y su sentido siempre ha sido aceptado, quizás por la certera y proverbial agudeza que contiene el epíteto.
Fue tan radical el liberalismo propugnado por dicha Constitución Política, que el calificativo no deja lugar a dudas. ¿Quién, si no una persona culta, con fina agudeza y con una elaborada capacidad de expresión hasta la síntesis lapidaria, podría haberse asombrado de tal manera ante el exabrupto de nuestro idealismo revolucionario criollo? Debía haber conocido y ser lo suficientemente madura para estar tan curtida en las contradicciones históricas, como las que hubo entre la publicación del “Contrato Social” de 1762 y el desenfreno sangriento con el que treinta años después en 1792 se proclamó la Revolución y la abolición de la monarquía en Francia[2], vistas a poco más de 70 años de distancia durante el Segundo Imperio Francés, un interregno entre la Segunda y la Tercera Repúblicas[3].
Es paradójico ver cómo la promulgación de tal Constitución en Colombia –con una carga de buenismo equiparable a la de las proclamas de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, que tuvieron en el totalitarismo revolucionario y en la guillotina sus instrumentos de terror– haya acaecido justo después de dos años de una cruenta guerra civil ocurrida entre 1860 y 1862, desatada por la rebelión que encabezó el caucano liberal Tomás Cipriano de Mosquera contra el cundinamarqués conservador Mariano Ospina Rodríguez, entonces presidente de Colombia[4]. El propio Mosquera fue quien luego convocó una “convención de mayoría Liberal-Radical”[5].
Poco más de un siglo y medio después, el cuadro es casi idéntico en el mismo territorio y escenario, con la diferencia de que el liberalismo radical individualista ha sido sustituido por un libertinaje permisivo. Y allí radica la trampa.
Quienes hoy son considerados como sujetos sociales –particularmente los jóvenes– se sienten atraídos por estas falacias: no sólo no ven amenaza alguna a sus libertades sino una exaltación de las mismas, y por ello tienden a permanecer a gusto en sus burbujas ideológico mediáticas, posibles gracias a la acumulación capitalista de sus dadivosos padres. Estos mismos, aupados en el confort de sus derechos y libertades individuales no tendrán reparo en avalar a un demagogo populista y, más tarde, consentir con la instauración de un falaz igualitarismo que será el preludio de una feroz dictadura totalitaria, en la que el protagonista ya no será el individuo sino el Estado bajo la impostura socialista.
Y en dicho propósito, la fe y la religión son los mayores obstáculos, pues a través de la enseñanza de un Corpus Doctrinal coherente, proveen los criterios y una educación integral que dotan a cada sujeto de una auténtica conciencia: ya no la de un “rebelde” dentro de una marejada “revolucionaria” que arrasa todo a su paso, sino la de Ser Persona y, como tal, titular de una Dignidad Inviolable, de un Sentido y de un Propósito Trascendente, capaz de constituir un verdadero Orden Humano y, con él, de construir un Orden Social e Institucional, fuente y garante de un auténtico Derecho y, en consecuencia, de una Justicia real.
En oposición a esta conciencia y a la fundamentación antropológica que provee, a esta clara y completa idea del Hombre como Persona, la concepción laicista necesita anteponer la idea de un individuo huérfano, sin más referente que el de su propia subjetividad. Al viciar la noción de sí mismo como hombre, se envilece, distorsiona la percepción de la realidad y se invierte la idea de orden social. Es por ello por lo que tal ideología siempre se obsesiona con la idea y se obstina en convocar “Asambleas Constituyentes” con el propósito de refundar el Estado, pervertir y degradar las Instituciones connaturales y legítimas, y subvertir así la Sociedad.
Lo hace taimadamente al comienzo, mostrándose “abierta”, “deliberante” y “participativa”, pero siempre con el objetivo de promulgar una “nueva constitución” que indefectiblemente comienza estableciendo una separación ideológica y jurídica entre Iglesia y Estado, exacerbando la oposición entre fe y ámbito civil, entre religión y participación política, para excluir los referentes religiosos y trascendentes en la construcción del orden social y en su lugar instaurar la supremacía del Estado. Algo muy similar a lo que ocurre cuando se invoca la Constitución de 1991 para tratar de legitimar el aborto, la eutanasia y cualquier otro subproducto ideológico, enfatizando la presunción de que el nuestro es un “Estado Laico”.
De este modo, lo que hay en la práctica ya no es sólo una separación entre el Estado y la Iglesia, sino una total exclusión de ésta de todo el ámbito social y, con ella, de los creyentes. A éstos se les considera y trata como a ciudadanos de segunda, se les restringe la libertad de conciencia y se les judicializa cuando ejercen la libertad de expresión: cuando opinan, argumentan y se manifiestan –como es apenas obvio– contra las ideologías que adulteran la realidad, socavan el Derecho y pervierten la Justicia.
En contraste, mientras al creyente se le cercena de mil maneras el derecho de participación, representación y fiscalización política, a los delincuentes se les concede impunidad y se les otorgan todas las garantías imaginables para su libertad de acción bajo premisas falaces como “Derecho a la Protesta”, “Paz Total” y “Perdón Social”.
Es así como hemos llegado a una situación de facto: la de un Estado inviable. Y no sólo por la pérdida de gobernabilidad, sino por sus propias contradicciones ético-jurídicas, sus falacias utópicas y los consecuentes e imposibles sociológicos e institucionales a los que pretende dar lugar.
Tal estado de cosas conduce a una inevitable disyuntiva: seguir el juego y caer por el despeñadero de una dictadura totalitaria, perdiendo así el país, o levantar la dignidad del alma nacional mediante una clara oposición al exabrupto y convocar a una nueva regeneración, reconstitución y reconstrucción institucional.
Colombia, es decir, los colombianos, estamos obligados a actuar con madurez y a dar este paso para recuperar nuestro país, nuestra Patria y Nación.
Notas y fuentes de referencia general:
[1] La expresión ha llegado hasta nuestros días y se usa para describir, a manera de crítica, la paradoja entre la radicalidad de las libertades concedidas a los individuos y la posibilidad de instituir un auténtico Orden Social. Es lo que hoy corresponde a un idealismo buenista. En todo caso, fue una expresión de liberalismo radical lo que caracterizó la promulgación de la Constitución de 1.863. Otros consideran que ésta instauró en el país el liberalismo clásico.
[6] Ilustración interna: La nave de los necios. La Stultifera Navis de viaje al País de los Tontos. Grabado en madera de 1549. La nave de los necios o La nave de los locos (en alemán Das Narrenschiff; en su traducción latina, Stultifera Navis) es una obra satírica y moralista publicada en Basilea en 1494 y escrita por el teólogo, jurista y humanista conservador de origen alsaciano y cultura alemana Sebastian Brant (o Brand).
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