Mantenerse en la realidad es hoy “un juego” de verdadero equilibrio, para no caer en los extremos del pesimismo existencial o de un optimismo ilusorio.
Mantenerse en la realidad no es una tarea fácil, pero es la única indispensable a la hora de afrontar la vida, y la única que puede ayudarnos a descubrir su sentido, así como nuestro propio valor y misión dentro de ella. Es decir, a la hora de superarnos a nosotros mismos, los obstáculos y vicisitudes que ésta trae consigo, y de salir avantes.
Ese equilibrio es una conquista de la inteligencia y de la voluntad, pero no se puede alcanzar sin la luz ni la regulación propias de la conciencia y de la recta razón.
Aunque parezca increíble hay quienes, prescindiendo de su dignidad, han renunciado a forjar el carácter, a desplegar y a desarrollar una sana personalidad, íntegra y coherente. Hay quienes, desaprovechando sus talentos naturales, esperan obtener los réditos que les corresponden a quienes se han esforzado por desarrollar su vocación y responder al llamado de la grandeza: por alcanzar su auténtica estatura humana y "natural". Pero olvidan lo esencial: sin sacrificio no hay victoria posible ni real.
No nos prestemos a más engaños, y asumamos la verdad: a partir de la década de los sesenta del Siglo XX, las nuevas generaciones fueron abandonadas a su suerte, luego de la negación y de la abdicación de sus deberes por parte de padres y de maestros. Y los nuevos ciudadanos, sumidos cómodamente en una burbuja de idealismo y de grandilocuencia, siguieron el ejemplo y aprendieron a su vez a hacer lo mismo. Primero se les exoneró de tareas, de responsabilidades y de modales. Después se les obsequió con una laxa permisividad, dejándolas ir en pos de sus pulsiones a cambio de la efímera satisfacción de las gratificaciones inmediatas.
Ahora tenemos ante nosotros las consecuencias: el descuido de esta importante función educativa no sólo dejó un enorme vacío existencial y de sentido, un analfabetismo humano, social y espiritual que no les permite ir en procura de una realización personal y de una auténtica solidaridad más allá del sentimentalismo buenista, sino un lastre de incompetencia ética que se torna evidente en el relativismo imperante, en la disposición a ceder de manera condescendiente ante las falacias de las ideologías y sus falsos "derechos" o ante las demandas desproporcionadas y los chantajes de los totalitarismos absolutistas más radicales.
De modo, pues, que pasar del realismo al utopismo o al pesimismo, es una acuciosa tentación en la convulsión actual. Pero no podemos –por eludir los extremos– caer en el negacionismo y pretender no ver lo que está ocurriendo. El realismo nos lo exige, y la realidad misma nos pasa la cuenta por ello.
No es necesario ser profeta o un fanático del Apocalipsis, para darnos cuenta –como lo advirtiera en su momento el Papa Pío XII– de que el oscurecimiento cae ya como una densa niebla sobre el mundo.
Y la primera fase, la desestructuración moral y educativa de la familia y de la sociedad ha cumplido su propósito. Oscurecer la conciencia es el primer paso para pervertir la inteligencia. Ahora hace metástasis y da sus propios frutos: nihilismo, negación de la realidad, creencias etéreas, efímeras y sin fundamento, renegar de la propia identidad...
Las consecuencias de esta desaprensión se desatarán: el “buenismo” y la actitud apaciguadora serán aplastados por maquinarias de guerra que odian la Verdad, a Dios, y en consecuencia, al hombre y a la humanidad. La falsa ilusión de felicidad nos llevará al colapso y al desastre. Pero estos marcarán el punto de inflexión y el despertar de la conciencia humana y, con ella, de la auténtica Fe.
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Texto originalmente publicado como nota breve en GETTR
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